Tarde de festivo pre navideño. Semana de San Tropezón, hoy es fiesta y mañana no, que nos termina de volver locos a todos cuando ya el estrés de «quénaricesleregaloesteaño» y «averquépongodecena» nos empiezan a comer por los pies.
Navidad, esa fecha que agradecemos profundamente al Señor que sea sólo una vez al año.
Esa fiesta en la que siempre hay un cuñado híper listo que sabe de todo y de nada entiende, pero siempre te da el clásico «tú lo que tienes que hacer es…». Fiesta de acumulación de empachos y de convertir en retórica la pregunta: «La Navidad, ¿bien o en familia?»
En fin, tantas cosas negativas que siempre se dicen y hasta se viven, cuando la realidad es mucho más hermosa, sencilla y simple.
Tan sencilla y simple, que desde que tuvo lugar la primera y única, la vida en la tierra dejó de ser lo mismo. Hubo un antes y un después desde aquel día, de hecho el tiempo se mide así: antes y después de Cristo, el bebé que nació en Belén aquella primera Navidad.
Tan sencilla y simplemente un nacimiento cambió la vida de una joven familia nazarena; nació un niño que cambió la historia de la humanidad, que trajo el mejor de los mensajes y el mayor de los regalos.
La Navidad: esa fiesta que nos pone tiernos porque en ese día recordamos la fragilidad de un recién nacido y el cariño de una familia que lo acoge.
Esa fiesta que nos recuerda dónde está lo realmente importante: dentro de cada uno de nosotros, en el amor que somos capaces de regalar porque sí, porque nos da la gana, a aquellos que nos rodean.
Con cariño
Lola Vacas Martínez.