Querido Dios, eres el mundo al revés. En la advocación “Casa de oro”, lo más importante es lo primero; el oro es secundario, completamente prescindible al hablar de María, la de los ojos grandes, tanto que son capaces de ver hasta el mínimo detalle que tenemos con ella y también nuestra necesidad más pequeña.
Entonces, con ese inmenso y puro corazón suyo, sale corriendo como hizo cuando conoció el embarazo de Isabel, para estar a nuestro lado, para darnos el abrazo que nos reconforta o el consejo siempre sabio de una madre que ha vivido muchísimo más que nosotros y es capaz de traducir la voluntad de Dios en hechos palpables.
Lo más maravilloso de María es que ella es “casa”, el refugio seguro donde nada nos va a pasar. En ella encontramos el cobijo en las horas grises, duras y amargas que a menudo vienen a visitar nuestra vida, pero nunca para quedarse, porque Ella sale presta y rauda con su escoba para barrerlas de en medio y dejar nuestro corazón libre de oscuridades.
María es la casa donde Jesús habitó cuando se encarnó; a ella corría cuando era niño y quería sentirse protegido y querido. María era el hogar de Jesús. A ella regresaría siempre que pudiera y con ella pasaría largos ratos de charla. ¡Cómo me gustaría haber sido testigo de aquel tiempo, cuidadosamente guardado por Dios en la íntima memoria de su criatura favorita, aquella que preparó para que fuese el seno de su Hijo, su protectora, educadora y primera discípula en la tierra.
María, la sin pecado, la llena de gracia, la Madre del Amor Hermoso, pues no hay ningún amor comparable al suyo por su Hijo y por nosotros, aquellos hijos que Jesús le dejó en herencia desde la cruz, y que ella aceptó con un nuevo fiat, sin rechistar, sin preguntar, sin decirle a su Hijo: “¡Anda, que el regalito que me dejas!”. Ella es casa del silencio, de la prudencia, del estar sin que se note, aceptando con humildad y grandeza de ánimo todo aquello que Dios le pidió -y estoy segura de que le sigue pidiendo-.
María, callada, sonriendo siempre y abrazada a la voluntad del Señor para con ella, hecha una con aquello que Dios le pide, nos mira con cariño y nos abraza desde el cielo cada vez que levantamos la mirada hacia ella para mostrarle lo bueno que nos ha pasado o lo malamente que nos va en este momento concreto.
Ella siempre está con los brazos abiertos, esperándonos para acogernos en su seno, cubrirnos con su manto y darnos ese beso de buenas noches que todas las madres dan a sus hijos cuando van a dormir.
Gracias, María. Gracias, Madre del Cielo. No nos dejes nunca. Amén.
Lola Vacas