La pregunta, a simple vista sencilla, en cuanto se adentra uno en ella se vuelve compleja y arriesgada. Incluso me parece peligroso cerrarla. Porque el mismo nombre “cristiano” refiere, más que a una persona concreta, a alguien que vive su vida en relación. Por supuesto, la entrada objetiva en el “ser cristiano” se celebra y acontece en el bautismo; pero nosotros mismos nos vamos dando cuenta de que algo previo ha ocurrido.
No solo en la historia de la persona que quiere bautizarse, o en la familia de quien decide bautizar a su pequeño, sino en la historia de la humanidad. El “ser cristiano” es más bien una especie de tensión auténtica que surge más allá de nosotros y nos atrae. El “ser cristiano” es más el ser de Cristo que nos llama, que nuestra propia realidad biográfica, histórica, contextual, social o eclesial.
Balthasar, probablemente uno de los mayores teólogos del siglo XX, zarandeado por un lado y por otro, e igualmente tan admirado aquí y allá, trabajó en un libro con este título coincidiendo con el tramo final del Concilio Vaticano II. ¡Qué año tan convulso, tan exigente, tan problemático, de tanto entusiasmo! Si algo estuvo claro entonces, y considero que la ola perdura en cierta medida, es que no estaba nada, nada claro. Había, si acaso, intuiciones, atisbos, muchos miedos y muchas necesidades. El reto era desproporcionado, precisamente cuanto aquí y allá estaba todo más o menos definido y se iban abriendo nuevas líneas, ciertamente en continuidad con algunos procesos, pero igualmente disruptivas en no pocos ámbitos. El descoloque era máximo.
En ese libro, que recomiendo leer encarecidamente a personas formadas, una y otra vez se repite incesantemente una cuestión: el cristiano es un ser vivo, cuya vida está en relación con la vida de Dios Padre y la vida del prójimo, como hermano. ¿Por qué? Porque se va introduciendo progresivamente, y no de una vez para siempre al margen de toda otra realidad, en la vida de Cristo con el impulso del Espíritu. En todo movimiento de renovación, con cierta intensidad, habrá bondad. Pero no es la bondad misma, mucho más si se separa de una fuente de vida y se pierde en la ideología, en la causa, en la exigencia ética, en la pertenencia a un grupo cerrado. Una y otra vez Balthasar insiste en esa cuestión.
La pregunta, del todo radical, no es que la Iglesia se la haga, sino que cada cristiano está llamado a responderla. Bien porque llegue un momento en el que su fe sea puesta a prueba, bien porque la realidad cuestione durante su modo de vida, bien porque otros pidan testimonio. Por dónde venga la pregunta es casi indiferente. El problema es que hay que responderla. Y no cabe respuesta que no sea auténtica. Y aquí el problema es doble: porque el cristiano que quiera señalarse a sí mismo como respuesta, no podrá con la pregunta; porque el cristiano que quiera señalar fuera de sí, por ejemplo a Cristo como el mejor ejemplo capaz de dar respuesta, no será creíble.
¿Entonces? ¿No vendrá de una relación dinámica, en movimiento, en el que podamos decir sinceramente que estamos vivos y nuestra vida se orienta imperfectamente, pero con mucho amor, en cierta dirección? ¿No será esa relación la que explica principios, costumbres, tradiciones, pasos hacia delante y no pocos hacia atrás, heridas y perdón, misericordias y ternuras, ideas y fracasos, celebraciones y más celebraciones, compromisos y más compromisos? ¿No será la exigencia de esta llamada la que, incluso, hable de nuestra mediocridad, pereza y miedo?