“No hay nada que haga más feliz a una persona que necesitar a Jesucristo”
Hace años, en la universidad, una profesora lanzó una pregunta a la clase de estudiantes de Periodismo: “si pudierais entrevistar a la persona que quisierais, ¿a quién elegiríais?”. Cuenta Luis Miguel Bravo (Medellín, 1991) que dos compañeras contestaron “a Jesucristo”. Pasados los años, dice, se dio cuenta de que, al hilo de los Evangelios, esa entrevista estaba hecha, y de ahí nació el libro Entrevista a Jesucristo. Luis Miguel Bravo, sacerdote desde 2019, es comunicador social y licenciado en Periodismo por la Universidad de La Sabana. Es capellán del colegio Los Cerros de Bogotá y unos de los fundadores del canal digital Sacerdote a bordo.
¿Qué pretende con el libro? ¿Con qué objetivo lo escribió?
Hay un autor argentino, Eduardo Sacheri, a quien respeto mucho, que dijo alguna vez en una entrevista: yo escribo lo que necesito. Me parece que ese podría ser un buen resumen del porqué de este libro. Fundamentalmente, yo diría que necesito a Jesucristo, y por ende cualquier ámbito o manera en que pueda unirme a Él se convierten también en una necesidad. De ahí me parece que surge todo lo que escribí.
Ahora bien, me parece que esa necesidad mía es, en el fondo, una necesidad de toda persona. Por eso la frase de san Agustín es tan famosa, porque lo expresa de manera magistral: Dios nos hizo para Él, y estamos inquietos hasta que descansamos en Él. Escribir este libro fue para mí una manera de descansar en Jesús, como lo es la oración, la Misa, o cualquier otra de las muchas maneras en que podemos unirnos a Él.
Creo que la Entrevista a Jesucristo es más que nada una invitación, como digo en la introducción, a descubrir en el Evangelio un tesoro que está esperando nuestro anhelo de desenterrarlo. Escribir fue para mí una manera de hacerlo, y espero que le sirva a otros para encontrar su propio modo de sumergirse ahí.
En resumen, diría que escribí este libro por necesidad. No hay nada que haga más feliz a una persona que necesitar a Jesús. Porque necesitarlo es ya empezar a buscarlo, y el que lo busca con sinceridad siempre lo encuentra, y el que lo encuentra lo ama. Y el que lo ama y se deja amar, encuentra la felicidad. Todo ese proceso lo desencadenó Jesús mismo con su decisión de encarnarse.
¿Necesitamos los católicos leer más el Evangelio?
Sin duda. De hecho, si miramos con atención la vida de grandes santos como san Antonio Abad o san Francisco de Asís, encontramos un patrón común: su conversión y la configuración de su vocación estuvieron ligadas directamente con pasajes del Evangelio específicos, que les removieron el corazón y les ayudaron a entender la voluntad de Dios para ellos. Si un católico no lee el Evangelio, se está privando de una de las principales fuentes de luz con las que puede contar para conocer la voluntad de Dios.
San Josemaría insistía sobre este punto, diciendo que la lectura ha hecho grandes santos (Camino, n. 116). Y esa lectura debería ser, principalmente, la del Evangelio. Porque un cristiano está llamado a ser santo, a identificarse con Cristo, a ser su amigo íntimo. Pero no se puede amar lo que no se conoce, y una de las fuentes principales para conocer a Jesús está justamente ahí. Por eso el Papa Francisco ha dicho tantas veces que cada cristiano debería llevar un pequeño ejemplar del Evangelio en el bolsillo y leerlo cada día.
Si Jesús estuviese en persona ahora con nosotros, ¿qué le habría querido preguntar?
Jesús está en Persona con nosotros. Hablo con Él todos los días y le pregunto cosas. Las que más me golpean la cabeza, y que todavía siguen siendo un misterio poblado de claroscuros, son estas: ¿por qué nos quieres tanto? ¿cómo hago para ayudarle a las demás personas a captar lo profundo que es tu amor? ¿cómo hago para captarlo mejor yo mismo?
Usted, que conoce bien las Escrituras, en el libro habla de la sonrisa de Jesús, y de su buen humor. ¿No piensa que se valora poco su sentido del humor y que habitualmente se ha planteado su figura de forma demasiado seria, casi como aburrida…?
Sí, aunque creo que en parte se debe a lo que comentábamos antes, y es que si uno no conoce el Evangelio, mucho menos va a ser capaz de leer entre líneas. Los evangelistas nunca aluden a la sonrisa de Jesús, pero, como digo en el libro, considero que esto ocurre no porque no haya sonreído nunca, sino porque es un gesto que se sobreentiende, que se da por hecho: ¿cómo no va a ser verosímil pensar en la sonrisa continua de un Hombre que, la noche antes de morir, de lo único que se preocupa es de transmitir su alegría? (cfr. Juan 15, 11; 16, 22). Además, siendo realistas, es muy difícil imaginar que Jesús se quedaría serio y hierático después de resucitar a su amigo Lázaro, o se quedaría indiferente viendo la alegría de los padres de la niña que resucitó. Cada milagro de Jesús trajo alegría a mucha gente, y el Señor participó de esa alegría.
Además, no perdamos de vista que los apóstoles dejaron todo y siguieron a Jesús. Estuvieron con Él tres años, día tras día, compartiendo viajes e incomodidades. Al principio, ellos no lo hicieron porque Jesús era Dios, porque todavía no lo sabían. Lo que vieron en Él fue algo atractivo: su sabiduría, su poder, su autoridad. Pero ese deslumbramiento inicial no sería sostenible en el tiempo si Jesús hubiera sido un amargado con cara de vinagre. Nadie es capaz de quedarse tres años al lado de una persona así. Sin duda, estar con Jesús era lo más agradable del mundo, y eso se debía en gran parte a su sonrisa y buen humor.
Cuando alguien le plantea que le cuesta leer el Evangelio, ¿cómo le anima a conocer más a Jesús a través de la Biblia?
La imagen que más me sirve para esto es la que ya mencioné antes, que es una parábola de Jesús: la del tesoro escondido (cfr. Mateo 13, 44). Cuando uno escucha esas palabras del Señor se puede quedar simplemente con la conclusión, que es la parte bonita: encontrar un tesoro. Sin embargo, no se puede perder de vista que encontrar un tesoro es una tarea fatigosa, que puede implicar cavar, profundizar, dragar, limpiar, y un largo etcétera. Así pasa con el Evangelio: al principio puede ser costoso, pero el esfuerzo es compensado con creces.
Además, tampoco hace falta dedicarle mucho tiempo: los cuatro evangelios juntos suman 89 capítulos. Si uno lee un capítulo diario —que toma alrededor de cinco minutos—, en tres meses los ha leído todos. Si repite el ciclo, podría leer cuatro veces cada Evangelio en un año. Este pequeño esfuerzo diario, proyectado en el tiempo, puede dar unos frutos de crecimiento en santidad imposibles de calcular. La relación costo-beneficio es tan clara que no hacen falta demasiados argumentos para convencer a alguien de que vale la pena.
¿Piensa que Jesús siempre contesta a nuestras preguntas? ¿Cómo escuchar la respuesta?
Creo que Jesús siempre responde a nuestras preguntas: Él es la persona más amable del mundo, y dejar una pregunta sin contestar no es de buena educación. Lo que pasa es que su manera de hacerlo no siempre es directa. Es lo que experimenta san Judas Tadeo, que en la Última Cena pregunta “¿Qué ha pasado para que te reveles a nosotros y no al mundo?” (Juan 14, 22). Jesús responde con algo que aparentemente no tiene nada que ver: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él”.
Sin pretender una explicación exhaustiva, porque obviamente hay muchas cosas de la Persona de Jesús que se escapan de nuestra comprensión, diría que el Señor, como Maestro que es, lo que hace muchas veces es ayudarnos a captar que no todas las preguntas son acertadas. Eso pasa muchas veces en nuestra vida: no es que Dios no responda, es que nos está ayudando a elaborar la pregunta que realmente necesitamos hacer. Eso implica una disposición continua de conversión personal.
Las respuestas se pueden escuchar de muchas maneras, porque Jesús se puede expresar de infinitas formas. Dos momentos cruciales nos enseñan dos verdades fundamentales: por un lado, que Dios no siempre responde con palabras, sino con hechos; y por otro, que participar de ello requiere una actitud continua de oración.
El primero es la Encarnación, que es la gran respuesta de Dios a los anhelos de una humanidad que pedía ser liberada. María pudo ser partícipe de ese momento porque estaba recogida en oración y así escuchó la llamada del Señor a través del ángel.
El segundo es Pentecostés, que es la gran respuesta de Dios a la necesidad de la Iglesia naciente de la asistencia del Espíritu Santo. Los apóstoles vivieron ese evento reunidos en un mismo lugar, haciendo oración.
Así que, en resumen, diría que la única manera de escuchar las respuestas de Dios es siendo almas de oración, abiertas siempre a las sorpresas del Señor, que nos da más de lo que pedimos y nos explica más de lo que pretendíamos entender.
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