Un amigo en el Cielo

Cambiar el mundo

Sin Autor

Gonzalo está dormido en su sillón. Pienso en el escueto mensaje que me había enviado dos horas antes: “Buenos días, Javier, si tienes opción para hoy y puedes soportar que tengo un mal día, incluido que no puedo ducharme, me gustaría verte, hora de siempre, abrazos”.

Y aquí estoy. Las once de la mañana del viernes 21 de mayo de 2021. Dudo por unos momentos si despertarle o marcharme. El ordenador está encendido, con un escrito a medio redactar en la pantalla: estaba trabajando… De pronto, al verlo así, recostado en el sillón, la cabeza inclinada, el pelo ralo y ya cano del todo, las manos cruzadas sobre las piernas, el jersey de estar por casa…, sus sesenta años parecen proyectarse como una amenaza hacia la vejez que a todos nos acecha.

—Gonzalo, Gonzalo…

—Eh…, sí, perdona, me había quedado dormido. Estoy muy cansado hoy.

—¿Quieres que vuelva otro día?

—No, no, ya está… Era solo una cabezada.

Me fijo en un tubito que asoma por debajo del jersey.

—Es el aparato de la quimio. Mira, lo llevo aquí —se sube el jersey unos centímetros—. Me va bombeando quimio regularmente. Lo noto bastante cuando me entra en el cuerpo.

—¿Cómo te encuentras?

—Hoy, muy cansado. Estaba trabajando, pero me he sentado un momento a descansar. Siéntate. ¿Recuerdas lo que hablamos hace dos semanas, la humildad como base para aceptar el sufrimiento? Estoy trabajando la humildad, intentando darle un cauce específico, que no quede en una mera reflexión…

Percibo urgencia en su voz, casi necesidad de no perder el tiempo en lo superfluo. La profundidad de pensamiento que siempre le ha caracterizado parece haber enraizado en lo espiritual, como si todo lo demás fuera un estorbo. Intento llevar la conversación a su estado de salud. Quiero saber cómo está realmente, pero no me deja.

—Perdona que corte este tema, pero si tienes una reunión a las 12 no disponemos de mucho tiempo. Mira, estoy trabajando la escucha. Le he dado muchas vueltas a lo que me dijiste de la humildad y está muy bien, pero pienso que hay que encontrar una forma de visualizarla, hacerla presente de manera real. Yo me he propuesto escuchar con respeto e intentando comprender a quien habla. Es algo que me cuesta. Yo he escuchado poco. Normalmente, ya he reflexionado acerca del tema de conversación y tengo mi criterio formado. Me molesta profundamente oír tonterías o improvisaciones infundadas. Ahora, me esfuerzo, callo y escucho hasta el final, atiendo e intento descubrir las motivaciones.

No me extraña, pensé, con tu inteligencia. El número uno en la universidad. No recuerdo a Gonzalo Serraclara sacar ningún notable. Sobresalientes y matrículas de honor. Profundo, delicadamente educado y ceremonioso, a veces casi litúrgico. En aquellos años de mi juventud despreocupada, cuando le conocí, Gonzalo era como un anticipo de madurez. Sus apuntes inmaculados eran como un manuscrito medieval. Sus aficiones tenían un aire aristocrático: doma clásica, pintura, ópera, lectura intelectual…

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Han pasado dos años y medio desde el día en que escribí estas palabras. Un tiempo que se ha transformado en un inesperado privilegio para todos los que hemos podido estar cerca de Gonzalo.

Guardo en mi memoria no pocas perlas espirituales recibidas de él, un alma profunda, con una inteligencia fuera de lo común que, aplicada a lo divino, era capaz de extraer lecturas nuevas y luminosas. Algunas las tengo apuntadas: “Hoy he conseguido rezar solo tres misterios del rosario. La Virgen es una mujer. Hay que visualizarla. Te la puedes encontrar, si ella quiere, en cualquier esquina”. O, en otra ocasión: “el Evangelio es un libro que habita en el interior de cada alma. Cada vez que lo leo entiendo algo de mi propia circunstancia”…

Una de las últimas veces que hablé con él estaba intentando penetrar en lo más profundo del perdón. El perdón en primera persona, ahora sí, con urgencia real, sin intelectualismos, con la fuerza que da haber sufrido durante tres años un dolor casi continuo: “Perdonar es muy difícil. Es un acto de grandeza. Hay que perdonar, Javi”.

Su última petición, por teléfono, lacónica, fue: “El día que vengas, me interesa hablar de cómo rezar en el dolor”. No pudo ser. Le mandé unas notas. Le preocupaba que su oración, ante la dificultad de concentración que le provocaba el dolor, fuera demasiado mecánica. “La oración mecánica es como la voz del enamorado, que no sabe decir otra cosa que ‘te quiero’, y lo repite una y otra vez», le escribí. “Bien visto. Gracias”, me contestó.

Hace un rato, volando hacia España, después de pelearme unas cuantas horas con la wi-fi que promete la publicidad a veces engañosa del avión que me acoge y me comprime, me ha entrado, como llegado desde el Cielo en un despiste del piloto, la noticia de que Gonzalo ha dejado de sufrir.

Como sucede con las almas grandes, ya he empezado a sentir su cercanía y su calor, con aquella extraña energía que recibe la vida humana cuando resurge en espíritu, capaz de atravesar la materia y percutir en el hondón del alma con la inusitada fuerza del Amor nuevo en que se estrena. Un alma grande, sí, que ha volado muy alto —como pocas he visto yo— en estos últimos años de enfermedad. Y, para mí y para tantos, desde hoy, ¡un amigo en el Cielo!

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes