A raíz de un tuit -creo que debería decir post, porque Twitter ahora es X y todo ha cambiado de nombre, pero no me acostumbro- que escribí contestando a una seguidora, he estado rezando sobre los peldaños que he ido subiendo en el camino de la fe.
La conversación venía de un pequeño desencuentro a propósito de permitir o no la ordenación sacerdotal a mujeres. Y en un momento escribí:
«Para mí hay una máxima, que además considero como la conversión radical, y es la mansedumbre ante la Tradición y por tanto la Iglesia. Y esto lo creo porque Jesús le dijo a Pedro: lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates…».
Le dije que la auténtica conversión es la conversión a la Iglesia. Me salió como de muy adentro, pero luego me quedé inquieta por si esto no era cierto, por si era una reducción demasiado simple y tajante. Ciertamente lo es. ¿Qué sabré yo de los innumerables caminos que llevan a los hombres a ser completamente de Jesús?
Yo sólo puedo hablar de mi propia experiencia, en la que sí, la conversión radical a partir de la cual empecé a caminar por la senda estrecha, no exenta de luchas y caídas, fue la conversión a la Iglesia. Es sólo mi experiencia, pero conocerla quizá sirva de ayuda a alguien.
Al principio, mi fe era una fe heredada, aprendida. Por ello era de cumplimiento, una fe sin fundamento. Ésta no me sirvió para defenderme de las tentaciones del mundo, sino que me sumergió en una vida relativista, a mí medida y en la que el centro era yo.
Después de haberme entregado a todos los vicios de una persona vanidosa, egocéntrica por tanto, donde Dios está completamente arrinconado, mi vida estaba hecha trizas. Quienes me conocen de siempre opinarán que exagero, que nunca me han visto así, pero es que la procesión va por dentro. De verdad, mi corazón estaba roto.
El único con quien pude abrir mi corazón era ese Dios al que había sepultado bajo toneladas de oscuridad. Él siempre tiene la mano tendida.
Yo ya creía en Él antes. Pero no me sirvió creer, porque hasta los demonios creen.
Hace falta dar un paso más. Hay que creer y querer escucharle, y más aún, hacerle caso. Yo di ese paso, pero no del todo porque me reservé algunas cosas que no comprendía o simple y llanamente no me venían bien para mi vida. Sin entrar en muchos detalles, diría que todo lo que tenía que ver con el pecado y la confesión eran para mí cuestión de conciencia y lo que dijera la Iglesia era en realidad interpretable.
Y es que creer en Jesús es fácil; para todo el mundo es al menos un hombre extraordinario que hacía el bien. Pero creer en la Iglesia, toda llena de hombres pecadores y miserables, es muy difícil -como si yo fuera mejor que todos ellos-. Es evidente que no era muy conocedora de quién es el Espíritu Santo y lo vivo y activo que está en esa Iglesia de vasijas de barro que contienen el tesoro más valioso.
Así vivía yo bastante tranquila, pero cuando llamó a mi puerta la enfermedad y acechaba la muerte en un horizonte demasiado cercano -así es la cruel ELA- todos mis postulados dejaron de servirme. Nada me era suficiente para tener paz. Sólo al someterme completamente a la Iglesia, al aceptar todas sus reglas y aceptar su autoridad pude tener paz. Y empezó en mi por fin un periodo de luz, de frutos, de serenidad, que no deja a nadie indiferente, yo misma me maravillo cada día. El periodo más feliz de toda mi vida, aún sin mover un solo músculo ni hablar.
Para mí sí ha sido la auténtica conversión, la conversión radical.