No he leído todavía ningún libro del reciente premio Nobel Jon Olav Fosse. Sí que he leído varias entrevistas y perfiles biográficos suyos que han aparecido en la prensa con ocasión de la concesión del premio Nobel de Literatura el pasado día 5 de octubre.
Se trata de un escritor noruego, nacido en 1959, converso al catolicismo, que vive desde hace años en Hainburg, un pequeño pueblo en la ribera del Danubio, cerca de Viena. Jon Fosse ha escrito numerosas obras literarias: novelas, poemas, obras de teatro, libros infantiles, ensayos y —según dicen— su obra ha sido traducida a más de 40 idiomas, entre ellos, el castellano.
La primavera del 2012 fue al parecer decisiva en su vida: Fosse abandonó el alcohol, se casó con Ana —con la que ha tenido seis hijos— y se convirtió al catolicismo: «Hubo una especie de giro religioso en mi vida que tuvo que ver con entrar en lo desconocido. Yo era ateo, pero no me podía explicar lo que pasaba cuando escribía. Siempre puedes explicar el cerebro de una manera científica, pero no puedes captar en qué consiste esa luz o ese espíritu».
Me impresionó que a Fosse la experiencia escritora le hubiera acercado a Dios. A mí y a muchos otros escritores nos pasa lo mismo. Muchos de quienes nos dedicamos a escribir hemos comprobado vitalmente que es verdad lo que explica Fosse: «Cuando logro escribir algo lo veo como un gran regalo, como una especie de gracia. Saber escribir y escribir bien, eso es gracia».
Uno de los enormes atractivos de la tarea escritora es que capta por completo nuestra atención y eleva nuestro espíritu. El magnífico escritor Cormac McCarthy, recientemente fallecido, decía algo así en una entrevista en The Wall Street Journal en el 2009: «En los últimos años, no he tenido el deseo de hacer nada más que trabajar y estar con [mi hijo] John. Escucho a la gente que habla de irse de vacaciones o cosas así y pienso, ¿de qué se trata? No tengo ganas de irme de viaje. Mi día perfecto es sentarme en una habitación con un papel en blanco. Eso es el cielo. Eso es oro y cualquier otra cosa es solo una pérdida de tiempo».
No hace mucho leía en un libro póstumo de Henri J. M. Nouwen, el famoso autor de «El regreso del hijo pródigo», que para él escribir era una forma de oración. Su explicación resulta muy persuasiva: «Escribir es un proceso en el que descubrimos lo que vive en nosotros. La escritura misma nos revela lo que está vivo en nosotros. La más profunda satisfacción de escribir consiste precisamente en que abre nuevos espacios dentro de nosotros de los que no éramos conscientes antes de empezar a escribir. Escribir es embarcarnos en un viaje cuyo destino final desconocemos».
Por eso, un buen consejo para quienes buscan a Dios y no saben cómo hacerlo es invitarles a escribir: si lo logran, se pararán a pensar y ganarán en profundidad creando un espacio espiritual en su interior que les permitirá escuchar a Dios.