Siempre se ha dicho que los amigos de verdad se entienden con una mirada, sin necesidad de palabras. Alguien que te conoce en lo más íntimo no necesita que le des un discurso sobre cómo te ha afectado el comentario de una persona o que le expliques porqué determinada noticia te ha alegrado el día. Te conoce tanto que lo sabe sin hablar contigo.
Santo Tomás decía que “un amigo fiel es medicina que salva”, porque es aquel que más sabe sobre mí, el que sabe consolarme, animarme, me hace sentir querido sin juicios. Un amigo es aquel que siempre busca nuestro bien. Y eso requiere reciprocidad. En la amistad el bien se encuentra con el bien, el amor se encuentra con el amor. Se crea una relación de confianza que permite conocer a la otra persona y permite quererla.
También se ha dicho siempre que Jesús es nuestro mejor amigo. Y hace unos meses una amiga me hizo reflexionar sobre si verdaderamente conozco al Señor, si en lo más profundo de mí, le permito que sea mi mejor amigo. Y me di cuenta de que no.
Yo conozco a mi mejor amiga, sé lo que le hace feliz. Pero me di cuenta de que no sé cuántas veces en el Evangelio se dice que Jesús estaba feliz, por qué razón, en qué contexto. Me pregunté, ¿qué hace feliz a mi mejor amigo? Así que lo busqué. Jesús se llenó de alegría cuando vio a los setenta y dos discípulos volver de predicar su Palabra (Lc 10, 17-24). Es decir, al Señor le hace feliz que hablemos de Él.
Le hace feliz que hablemos con Él, porque solo hablando se llega a crear una relación tan fuerte que, en algún momento, deja de necesitar palabras, y empiezan a bastar miradas. Solo tras mil conversaciones compartiendo nuestro interior soy capaz de buscar el bien de mi amigo y hacer lo que necesita sin que me lo pida.
Él hace eso con nosotros. Dios sí nos conoce a fondo, sí busca siempre nuestro bien, sí sabe lo que necesitamos. El Señor siempre tiene la puerta abierta para hablar, siempre sale a nuestro encuentro, busca que le contemos nuestras preocupaciones, nuestras alegrías. Quiere que pidamos Su ayuda, que nos apoyemos en Él y le dejemos actuar. Y cuando nosotros empezamos a hablar con Él, empezamos a quererle más, a entender lo que quiere y lo que pide de nosotros. Y comenzamos a hacerlo de manera natural, porque lo hacemos por Él, por nuestro amigo.
Cuanto más hablo con el Señor, más se llena mi corazón de Él y más presente le tengo. Y de lo que rebosa el corazón habla la boca (Lc 6, 45). Así que, si mi corazón rebosa de Dios, hablaré de Él. Y le haré feliz. Y podré decir que es mi mejor amigo. Porque para Él, yo ya soy la suya. Sólo está esperando.