Me cuentan con gran pena de una institución educativa religiosa que ha dejado de poner a Cristo en su centro para sustituirlo por el dinero y las vanidades.
Por otro lado, leo que Hakuna en Barcelona llena una Iglesia todos los lunes con una Adoración al Santísimo (tengo pendiente ir) y sus cantos de alabanza. Leo también que esos mismos chicos jóvenes se van después de marcha y a tomar copas (los bares de la zona lo agradecerán).
Todos los casos, los buenos y los malos, deberían interpelarnos a los católicos de una forma directa y hacernos pensar en lo que realmente importa y cuál va a ser nuestra forma de responder a una sociedad que, sin saberlo, busca a Dios en todo lo que hace.
Los católicos somos soldados de Cristo y esta es nuestra guerra. Y todos somos necesarios, tanto los que luchan en primera fila jugándose el tipo por defenderlo —los cristianos perseguidos de Nigeria o de Nicaragua— como los que en una oficina ofrecen su trabajo por el bien de la Iglesia. La oración siempre llega a Dios venga de quién venga. Todas tiene resonancia en la eternidad porque todos hemos sido salvados a muy alto precio.
Todos somos valiosos, todos somos soldados de Cristo, todos luchamos por defender nuestra bandera, todos queremos que Cristo reine en el mundo y todos alguna vez tenemos que ir al campo de batalla por una enfermedad o por una contrariedad que nos pone en el punto de mira y ahí es donde realmente sentimos que el mundo nos observa.
En ese momento tenemos tres opciones: seguir adelante y luchar por el Reino de Cristo, decir “Señor aquí estoy para hacer tu voluntad” (Salmo 39) y sonreír —esencial—; la segunda, hacer como que no va con nosotros a pesar de la evidencia; y una tercera, quedarnos arrugados en un rincón llorando, temerosos porque no entendemos qué hacemos ahí ni qué pasa. Y «yo no me merezco esto».
En los dos últimos casos empezamos a perder nuestra batalla al no mirarla de frente, nos atrapan el sofá y la televisión, las redes sociales, la crítica constante de la sociedad, de los políticos, de la sanidad, de la educación, de los hijos y de nuestro propio cónyuge y de nosotros mismos y así nos alejamos del centro —de Cristo— y la cruz, que permanece, se nos antoja distante, injusta y pesada.
Yo he pasado por todos los estados de aceptación y no aceptación de mi realidad; pero al final he decidido formar parte de los primeros, de los que luchan.
¿Y tú?