Este fin de semana me he ido al Ampurdán, una bellísima comarca en el norte de Cataluña, a un hotelito con encanto con una mujer también encantadora. La conocí hace ya muchos años, unos 45, y nos casamos hace casi 39, pero, igual que me sucede a mí, ha ido cambiando con el tiempo, y este fin de semana la he encontrado especialmente atractiva: tenía algo especial. El pasado fin de semana me pasó lo mismo, pero no estábamos en un hotelito con encanto, sino en nuestra encantadora casa de Barcelona con nuestros encantadores hijos, nietos y demás familia, por lo que no pude estar tan atento a ella.
Fabrice Hadjadj, uno de mis clásicos, responde así a la frase “nunca se baña uno dos veces en el mismo río”, que alguien le citó para justificar el cambio de pareja: “muy bien, pero entonces tampoco uno se acuesta dos veces con la misma mujer. ¿Para qué cambiar, si ella misma cambia? Y únicamente ese cambio es verdadero crecimiento, rico en novedad. Las historias con debutantes son todas parecidas. Es la ‘pasión naciente’, de acuerdo, pero también la vuelta a la casilla de salida. Se divierte uno, pero no avanza. En fin, como mi mujer cambia al mismo tiempo que yo, ¿por qué no amarla con un amor siempre nuevo? Con ella habré amado a una joven, a una novia, a una mujer, a una actriz, a una madre, a una señora…”
El fin de semana ha sido un regalo de nuestros hijos -¡una de las ventajas de tener siete!-, que ya saben que a su madre y a mí nos gusta renovar constantemente el amor.
Ahora, casarse no está de moda. Y es una pena. No saben lo que se pierden los jóvenes que repudian el matrimonio. Algunos piensan que, cuando se casan, renuncian a todas las mujeres (o a todos los hombres) menos a una, y lo consideran demasiada renuncia. La verdad es que son los que no se casan los que renuncian de verdad: renuncian a todas las mujeres y a una más, aquella que podría ser todas las mujeres que se imaginan, pues a ninguna de ellas lograrán amar en todo lo que pueden llegar a ser.
El aspecto que más asusta y cuesta comprender del matrimonio es precisamente su grandeza. Va más allá de las posibilidades de nuestra inteligencia, y la razón suele rechazar lo que le cuesta comprender. El matrimonio excede absolutamente a las posibilidades de un contrato, que es nuestra referencia humana más intuitiva. Su objeto se nos escapa y nos desborda. Una relación humana cuyo fin es la comunión de las personas y el nacimiento de los hijos no se puede romper sin ejercer una violencia íntima. El hijo no es un papel, es irrompible y nos unirá para siempre; y la comunión que el amor instaura solo se puede romper a costa de una ruptura interior en nuestra propia intimidad.
De nuevo Fabrice Hadjadj lo expresa con su habitual lenguaje provocativo: “La comunión que supone el ‘Te quiero’ prohíbe toda ruptura: su término es el otro, y no tal o cual de sus cualidades. Si yo solo hubiera dicho: ‘quiero tu culo’ o ‘quiero tu éxito’, habría podido desdecirme en el momento que mi cónyuge fracasara o su trasero se deformara. Pero dije: ‘Te quiero a ti’, es decir, a tu persona en su totalidad sucesiva, a lo que es hoy, pero también a lo que será mañana y que no conozco todavía”.
Así, se entiende que esta peculiar relación que es el matrimonio genere una realidad que excede a las dos libertades que la establecieron, quienes no pueden romperla de la misma manera que la concertaron. Esta es la experiencia de aquellos que sí creyeron honestamente en ella y, por las más variadas razones, no pudieron llevarla a término, postura que nada tiene que ver con la de tantos que la rechazan por superficialidad, comodidad o egocentrismo.
En fin, yo, como siempre, vuelvo a Loles. Tras esta escapada de fin de semana, hemos podido ver a nuestros hijos y nietos y he tenido la oportunidad de amarla una vez más como madre y como abuela. ¡En estos dos días casi me había olvidado de esta faceta tan atractiva de su personalidad inagotable! Y lo mejor es que mañana podré amarla también como empresaria…