Orar es hacer caso a Jesús que nos ha dicho: «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y encontraréis vuestro descanso». Orar es estar con el alma puesta en el Señor. Es reclinar nuestra cabeza en el pecho del Señor y escuchar los latidos de su Corazón, como hizo San Juan en la Última Cena. ¡Cuántas veces hizo esto la Virgen María, al igual que San José! Por eso, María y José son los mejores maestros de oración. Ellos son quienes mejor pueden enseñarnos a orar, de quien mejor podemos aprender.
Nuestra unión con María y José nos permitirá ser almas de oración, almas contemplativas. Hay una oración a María en la que se le pide que nos guarde «en el cruce de sus brazos» es decir, como el niño está protegido en el regazo de su madre. También la letra de una canción mariana dice: «Quiero Madre en tus brazos queridos, como niño pequeño dormir, y escuchar los ardientes latidos, de tu pecho de Madre nacidos, que laten por mí». Bueno, pues esto es y en esto consiste la oración.
A San José, los sacerdotes tienen una oración preciosa que suelen rezar antes de la celebración de la Santa Misa que dice: ¡Oh feliz varón, bienaventurado José, a quien le fue concedido no sólo ver y oír al Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y no vieron, oír y no oyeron, sino también abrazarlo, besarlo, vestirlo y custodiarlo!
Si hemos comprendido bien que la vida cristiana es precisamente eso: una vida, una vida nueva, una vida sobrenatural, una vida divina por la que somos hijos de Dios, entonces comprenderemos también que la unión con Dios nuestro Padre se lleva a cabo por y en la oración.
La oración viene a ser así como el latir del corazón de la vida sobrenatural; como la respiración de la vida divina. Si el corazón deja de latir, o dejamos de respirar morimos. De igual modo, si el cristiano deja de orar su vida divina muere. De este modo entendemos que Jesús nos enseñe que hemos de orar siempre sin interrupción y que también San Pablo nos lo recuerde con insistencia.
El mismo Jesús con su ejemplo, enseñó la importancia y la necesidad de la oración. Sin la oración no tenemos fuerzas ni estaremos en disposición de luchar. En Getsemaní, el huerto de los olivos, donde Jesús solía ir a orar, la noche que lo apresaron estaba con sus discípulos haciendo oración. Fue una oración especialmente intensa. Los cristianos nos referimos a ese momento como la agonía de Jesús en Getsemaní. Jesús necesitaba la compañía orante de los apóstoles. Se llevó consigo, para que estuvieran más cerca de Él que los demás a Pedro, Santiago y Juan. Nos dice el evangelio que se apartó de ellos como a un tiro de piedra y que oraba postrado. Cuando va a ver a los tres y los encuentra dormidos, les hace aquella advertencia que nos hace a todos: «Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil».
Ciertamente es así. Si no oramos, nuestros deseos de ser fieles, de vivir como buenos hijos de Dios, haciendo el bien y cumpliendo la voluntad del Padre, se quedarán en meros deseos inútiles porque nos arrastrarán las debilidades y fragilidad de la carne, es decir, de nuestras malas inclinaciones. Tendremos buenos deseos, buenas intenciones, pero finalmente no los llevaremos a cabo.