No recuerdo cuando conocí a Carmencita. Creo que durante un tiempo para mi fue como un decorado más, parte del atrezo en el que por entonces se desarrollaba mi vida. Quizá de ser Madrid una ciudad más pequeña, que facilitara el no tener que ir corriendo a todos lados, le hubiese conocido antes.
Lo cierto es que un día entrando o saliendo de San Francisco vi a una de mis amigas acercándose a ella y preguntándole qué tal su día. Fue un golpe a mi corazón, me di cuenta que en las tantísimas veces que había entrado y salido de esa iglesia apenas me había parado. Había lanzado esos «buenos días » o «buenas tardes» vagos, que borran la culpa pero que realmente no sirven para nada.
¿Había mirado a Carmencita? Muchas veces también entro en mi casa gritando buenas tardes cuando no hay nadie ¿Qué valen entonces esas palabras si no reconocen la humanidad?
Me propuse entonces pararme con ella la siguiente vez que fuera por allí. Me daba algo de vergüenza, al ser más bien tímida no tengo costumbre de presentarme, suelo más bien ser presentada. Al ir sola, me dio menos corte.
Así, un día, estando en los escalones de la iglesia le pregunté que cómo estaba. Tuve mucho cuidado de decir su nombre ¡Qué importante es un nombre! Nos reconoce en la soledad. No me acuerdo de ese primer diálogo, pero sí de su imagen y la impresión que me causó. Carmencita era mayor, no sé si tendría unos setenta años o si algo más o menos. Tenía unos ojos muy dulces, que se cerraban completamente al sonreír. Llevaba una mochila que le iba muy grande, como la de tantos niños que empiezan primaria y les sobresale por todos lados. En esta mochila metía las cosas que le iba comprando la gente de la parroquia a lo largo del día: zumos, galletas o lo que fuese. Compartía los escalones de la parroquia con Antonia, aunque se aseguraban bien de sentarse una en un lado y otra al otro, no se llevaban nada bien. Cuando comencé a hablar con Carmencita también lo hice con Antonia, pero fue más difícil con ella, era más seca y creo que estaba algo celosa de Carmencita. Tardo más, pero también acabamos cogiéndonos cariño.
Volviendo a Carmencita, lo que más me generaba era ternura. Era una niña. Independientemente de la edad que tuviese, lo era. Una niña a la que le habían tocado desgracias en la vida (No sé cuáles, solo las supongo) y quizá también alguna enfermedad. Pero, a pesar de ello, ella seguía ilusionándose y siendo caprichosa en sus elecciones. Si le compraba unos zumos de naranja, decía que le gustaban más los de melocotón y piña, si alguien le había dado arroz me pedía que le comprase el resto de ingredientes para preparar por la noche una paella. No podía más que reírme y negociar con ella, siendo estudiante y sin trabajo no podía comprar langosta así por que si.
Reconocer en Carmencita a una persona y no una gárgola en la escalera de una iglesia me hacía darme cuenta también de mi propia falta de humanidad. Recuerdo una vez en concreto en la que me sentí decepcionadísima conmigo misma. No sé ni qué le dije o si le compré algo, fuese lo que fuese lo que hice, le ilusiono tanto que me abrazó. Mis pensamientos fueron del tipo ¿Y si tiene piojos?¿Y si huele mal? Todo ese tiempo que llevaba intentando ser cercana con ella, ser solidaria, había sido un tiempo cómodo porque no le había tocado. Porque la distancia me servía de vaya de seguridad entre su realidad y la mía.
Volví a mi casa llevando ese sentimiento de hipocresía de la persona que va a África de voluntariado y se pasa los días en Instagram. Me propuse abrazarle fuerte la siguiente vez que pudiera. Si tenia piojos los compartiríamos y si estaba sucia me mancharía. Y, mientras reflexionaba sobre esto, cayó en mis manos el libro de «El Regreso del Hijo Pródigo» de Henri J. M. Nouwen, y me di cuenta de que Dios me hablaba a través de Carmencita . Que, ingenua de mi, cuando yo me acerque a ella para ayudarle, fue ella la que me ayudó a mi. Me ayudaba cuando me saludaba, cuando se reía, cuando me exigía. Me ayudo especialmente cuando me abrazó. Porque, como dice dice el libro:
«La voz del amor es una voz muy suave y amable que me habla desde los lugares más recónditos de mi ser. No es una voz bulliciosa que se impone y exige atención. Es una voz del padre casi ciego que ha llorado mucho y librado muchas batallas. Es una voz que solo puede ser escuchada por aquellos que se dejan tocar.»
Gracias por tocarme, Carmencita
I. P.