Me llamo Nicole Castañé, tengo 17 años y soy de Les Borges Blanques, un pueblo de Lérida.
Un tal día como hoy, hace casi cuatro años mi mundo se paró y todo comenzó de nuevo entre las aguas de la pila bautismal.
En aquel preciso instante resonó en mi mente una pregunta que jamás olvidaré: ¿Cómo he podido llegar hasta aquí? Y lo cierto es que la respuesta se ha convertido con el paso de los años en un faro que ilumina mi camino en esta aventura apasionante de la fe.
La respuesta fue, y sigue siendo, el amor, ese amor que me hace saltar de la cama los domingos para ir emocionada a comulgar y encontrarme con Aquel que me ha estado esperando tantos años, sin cansarse de esperar, haciéndose pequeñito una vez más para no renunciar a mis abrazos, a eso beso que esperó toda una vida.
Y no existen palabras para describir la fuerza del amor que me conmueve cada día y me hace recordar en cada intento que mi lugar en el mundo está entre los brazos de Jesús, mi pequeño refugio donde sólo cabemos Él y yo.
Porque el amor es lo único capaz de levantarme en todas mis caídas recordándome que todo un Dios llora conmigo y cae para verme levantar, ese Dios que creó el mundo entero soñando con mi vida y que vino a rescatarme colgado de un madero, porque si en este mundo sólo yo hubiese existido hubiese muerto de igual forma, por mí, porque me quiere con locura, porque me ama hasta el extremo.
El amor que cambió el mundo en esa cruz y que lo va a seguir cambiando porque al final, siempre tiene la última palabra. Y es precisamente por amor que sigo luchando a cada paso, porque Él confía en mí y Él siempre me acompaña, celebrando mis victorias, bailando conmigo y cargándome en sus brazos cuando en la derrota sé que sólo puedo en Él.
El amor por Cristo es la sonrisa que siempre ha dibujado con esmero en mi carita prometiéndome que nadie la podrá borrar jamás porque estaremos juntos hasta el fin del mundo y entonces, seguiremos sonriendo juntos en el cielo y viendo cómo arden nuestros corazones con la llama del amor de Dios, eterno e inapagable.
El amor es ese juego que me mantiene ilusionada cada vez que abro la Biblia y me parece estar leyendo una carta de amor escrita por alguien que ha decidido dedicar la eternidad entera a estar conmigo y hablarme de corazón a corazón en la promesa que hoy, aquí, se ha vuelto a cumplir.
Porque Dios es ese Padre que siempre sabe con certeza que palabras necesito, que me entiende cuando ni siquiera yo comprendo nada y que me sienta en su regazo por las noches asegurándome que no todo será fácil, pero todo saldrá bien porque Él jamás me haría daño. Él ha vencido por mí y yo solo debo descansar en su palabra, confiar en su promesa y seguir amando, porque al fin y al cabo, para eso estoy aquí… para hablarle al mundo de su amor y para seguirle repitiendo en cada oración lo mucho que le quiero porque siendo rey del cielo y de la tierra, sigue mendigando las miserias de mi amor.
Y es que si algún día llegué feliz y maravillada a la parroquia de mi pueblo fue por ese amor que fue naciendo poco a poco en mi alma hasta llenarlo todo y bastarme para siempre, porque cuando supe que quería ser cristiana, siendo apenas una niña no sabía nada, yo sólo sabía que le amaba, que me había enamorado de Jesús y eso era suficiente para lanzarme a sus brazos y prometerle que le seguiría a donde Él quiera llevarme, aunque me deje la vida en el intento. Mi amor supo decir “sí” cuando costaba y parecía una locura.
El amor a Cristo es esa historia que como en las mejores películas de sofá, mantita y final feliz es para toda la vida. y es ese lugar al que siempre vuelvo con lágrimas en los ojos para revivir la orilla del primer encuentro, donde todo comenzó con un sencillo “sígueme”, con una pesca milagrosa de ilusiones y también algunos miedos, que en seguida callarán cuando mi mirada se cruce con la suya y encuentre la respuesta a cualquier duda: el amor. Ese amor que puede lo imposible, por Jesús he hecho y seguiré haciendo hasta el final lo que nunca me creí capaz de hacer por nadie.
Nicole Castañé,
Una niña enamorada