Seguro que te gusta encontrar muchos “like” en tus cuentas de las redes sociales. También nos gustan las victorias deportivas, los éxitos profesionales, las buenas notas, … Pero, desgraciadamente, en nuestra vida también cosechamos bastantes derrotas, fracasos, pecados. ¿Cómo es posible? ¿No estoy hecho para el éxito?
Hace unos días escuché por primera vez que hoy en día somos todos unos Yoya; lo que nos caracteriza, los rasgos del hombre actual son: yo soy lo único que importa, lo primero, el centro de todo, y todo lo que me apetece, lo quiero ya. Incapaces de esperar y autorreferenciales. Además, este logotipo se completa con la falsa ilusión de ser perfectos, felices. Todo debe ser correcto en nuestra vida.
Pero, cuando nos miramos al espejo, lo que vemos es muy diferente. No soy tan guapo/a, no caigo bien a todo el mundo, no alcanzo el nivel que esperaba y un montón de fracasos y puntos negativos más. Ese/a tan guay ante los demás, en las redes, no es un mirlo blanco. La “sonrisa profident” que me gusta lucir es bastante impostura. Presumo muchas veces de lo que carezco.
Pues todo esto es lo normal, lo que nos pasa a todos. Es la realidad, la verdad de nuestra vida. San Josemaría se veía como trapo sucio, como un cacharro de barro roto y recompuesto, lleno de lañas: grapas de hierro que pegaban los trozos de loza. También decía que se consideraba un gran pecador. Todos tenemos pecado original, con él venimos al mundo y nos acompañará siempre, además hay una buena colección de pecados personales: egoísmos, soberbia, pereza, impureza, malos prontos …
Nuestras debilidades y derrotas tienen también su función, su parte positiva, con tal de que luchemos, que no pactemos con ellas. Sirven para que seamos humildes, para que no nos creamos dioses, unos “máquinas”. Para comprender a los demás: si a mí me cuesta esto, si yo fallo, es normal que también fallen los demás. Si fuéramos perfectos, seríamos insoportables.
Los pecados, las derrotas, nos llevan también a pedir perdón y ayuda. A luchar, a intentarlo de nuevo. A descubrir nuestros puntos débiles y conocernos mejor. Humildad es andar en verdad. Todos los deportistas han conocido la derrota, sus debilidades; esto los puede hacer más fuertes.
Nuestros fracasos son oportunidades para crecer, para conocernos mejor, para ser humildes y, así, poder vencer. Además, cuando llevamos a la confesión nuestros pecados, estos desaparecen. Dios los aniquila, ya no existen. Podemos renacer, recomenzar, recuperar lo perdido. Esto nos llena de alegría. Estamos felices de no ser perfectos, de ver que perfecto solo es Dios.
Juan Luis Selma