Un par de semanas después, tras unos días tan intensos en Portugal, a caballo entre Lisboa y Fátima, con el Santo Padre, quiero destacar los tres momentos que más grande impresión me causaron.
• Via Crucis
El bullicio inicial tras la aparición del Santo Padre y sus primeras palabras, se vería interrumpido, tan suave como abruptamente, por el testimonio de Esther. El impacto de sus palabras, supuso el primer toque de atención para los asistentes. Cuando pensamos que todo está perdido, que los milagros no existen o que nada puede satisfacernos, Dios nos demuestra que nunca se ha ido y que somos nosotros, los que, consciente o inconscientemente, pretendemos alejarnos sin éxito.
• Rosario en Fátima
De Fátima puede resaltarse la intimidad y cercanía del momento: a pesar de contarse por miles los asistentes, la gran afluencia de peregrinos en el resto de celebraciones, parecía empequeñecer el rezo del Santo Rosario con el Papa.
Al amparo de Nuestra Señora de Fátima, los allí presentes pudieron disfrutar de un tiempo de oración, paz y sosiego, mientras, en diferentes idiomas, iban desgranándose las avemarías de cada misterio. Especialmente emotivo fue el canto del Ave de Fátima, como la procesión nocturna, pero a plena luz del día.
• Campo de Gracia
Todo lo que al Campo de Gracia se refiere, estuvo marcado por una extraordinaria intensidad y tensión. Intensidad en las celebraciones y tensión en la entrada y salida del recinto.
La caótica entrada al Campo de Gracia, bajo un sol de justicia y un extremo calor, no podía derivar en augurios optimistas para lo que restaba del día y la noche; llegamos a caminar por inercia, arrastrados por el grueso de peregrinos que ocupaba la carretera y al llegar a los diferentes accesos, nos habíamos convertido en una suerte de criaturas rebozadas, entre polvo y sudor.
Mientras el sol se ponía y soplaba una brisa refrescante, dio comienzo puntualmente la Vigilia. La dispersión y la distracción desaparecerían enseguida, en el momento en el que, a través de los altavoces y las pantallas, nos envolvían las primeras notas de “Estrela”.
Con una elegancia suprema, Carminho, una de las representantes más destacadas del fado, desgarraba su voz, acompañada de la magnífica orquesta y de la excelente guitarra portuguesa, que, con un sonido parecido al laúd, removía una mezcla de melancolía e intimidad avasalladoras. ¡Madre mía, Carminho! ¡Qué voz la tuya! Casi seis minutos de embriaguez para los sentidos y calidez para el corazón. De inmediato, recordé el Ave María de la Niña Pastori, con Juan Pablo II en Madrid. Lo mejor y más representativo, para el Santísimo expuesto, ante más de un millón de fieles.
Carminho canta Estrela:
Y cuando volvimos a la realidad, transcurridos apenas unos segundos, sin tiempo de asimilar lo que habíamos escuchado, el coro y la orquesta interpretaban majestuosamente el “Anima Christi” de Marco Frisina, la plegaria compuesta por un santo español de aúpa, San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús.
Anima Christi, de Marco Frisina:
Para acabar este momento de oración y de intimidad con el Señor, el “Magnificat” de John Rutter, sonando con aires de zarzuela, sería el preludio de uno de los acontecimientos más impactantes de la visita del Santo Padre a tierras portuguesas: con un silencio estremecedor, un millón y medio de personas, recibían la bendición de Jesús Sacramentado, a orillas del Tajo.
Mientras anochecía, con la bendición del Santísimo, pensábamos en los discípulos de Emaús: ¡Quédate con nosotros, Señor! La tarde está cayendo. Acompáñanos en esta Vigilia, pero sobretodo, acompáñanos al volver a casa, a nuestros trabajos y rutinas habituales, para que la experiencia vivida en la JMJ no sea flor de un día, sino semilla de verdadera alegría en el apostolado diario.
Francisco Javier Domínguez