«Señor, ¡qué bien se está aquí!», fue la exclamación petrina en el Tabor que todos los jóvenes hicimos nuestra en la JMJ de Lisboa. Una alegría que no es de este mundo empapó la capital lusa durante una semana. Nada hacía mella en los peregrinos: ni la falta de sueño; ni el calor diurno asfixiante; ni la fria brisa nocturna; ni el cansancio provocado por el ajetreo propio de los días… Era algo que se observaba en todos los jóvenes que, de diferentes naciones, acudieron a la llamada del Papa.
Paradójicamente, en el silencio de la Vigilia, fue donde más palpable se hizo. Un millón y medio de jóvenes acalló el ruido mundano, interior y exterior, y adoraron a su Dios. En aquel momento, Campo da Graça fue una extensión del Cielo.
Nada más acabar la Vigilia, se levantó una brisa esperanzadora que impregnó toda la explanada. Aquella noche tuvo que ser como las bodas de Caná.
Pero, ¿y después, qué? ¿Qué hay después de Lisboa? ¿Fue tan solo un paréntesis, un oasis, quizás un espejismo? Fue el Papa, con sus últimas palabras dirigidas a los voluntarios, quien nos lo aclaró: «quiero decirles que sigan así, síganse mantener en las olas del amor en las olas de la caridad, sean surfistas del amor». Es decir, un desafío. A ti ya mí nos corresponde ahora ser sal y luz en el mundo. El Papa nos pidió que acudiéramos a este desafío como Nuestra Madre, la Virgen, al socorrer a su prima Santa Isabel: «María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá (Lc 1, 39–45)».
Vayamos cum festinatione -con prisa alegre- a servir a Dios donde Él nos haya colocado, ofreciendo aquello que «solo es gratis en la vida: el amor de Jesús».