Últimamente no dejo de preguntarme sobre cómo puede repararse el sufrimiento padecido porJesús hace 2000 años, si ya pasó. Por más que yo lo intente o desee no alcanzo siquiera a soplar suavemente sobre una llaga para al menos calmar un poquito de escozor.
Yo creo que es un sentimiento bonito y tierno desear mitigar la crueldad con que fue ultrajado el sacratísimo cuerpo de Cristo; pero, de poder hacerlo, quizá nos encontraríamos con un rotundo «¡Ponte detrás de mí Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios» (Mt 16,23). (Pobre Pedro, seguro que él también estaba rebosante de buenos sentimientos). Jesús no quiso ahorrarse ni uno solo de sus sufrimientos, tan solo transigió con el consuelo de la mirada tierna, y firme a la vez, de su madre y de su discípulo amado.
Pero el Corazón de Jesús está vivo y es de carne y late hoy dando vida a su cuerpo místico que es la Iglesia. Nosotros somos miembros de este cuerpo y, al igual que nuestros pecados y los del mundo entero siguen hiriendo a Su Sagrado Corazón, nuestros padecimientos y desagravios unidos a los de Cristo en la Cruz, consuelan y reparan el daño causado por aquéllos.
Aunque la Redención realizada por Jesús fue completa y para siempre, de algún modo ha quedado abierta para que todo sufrimiento de toda época pueda unirse al de Jesús. Él lo ha hecho portentosamente posible en la Eucaristía.
Nuestros sufrimientos son Suyos también, si se los entregamos, y son usados por Él como parte de la Redención. Aunque Jesús esté gozando en el cielo, Su Corazón continúa sufriendo por los pecados del mundo entero. Todo mal vertido sobre la Iglesia y todo pecado de cualquier miembro de ese cuerpo místico daña Su Corazón. Pero todo acto de desagravio o sufrimiento unido a la pasión consuela a ese mismo Corazón de carne que palpita en cada Hostia porque no le dejamos solo. Lo repara hoy, literalmente.
Y ocurre misteriosamente que nuestros consuelos realizados ahora están entre los consuelos que dio el ángel a Jesús en Getsemaní (cf. Lc 22,43). Y también junto a los que dieron María y Juan al pie de la Cruz. Es un misterio, sí, pero nuestros consuelos actuales son eternos en el Cielo. Y llegan a ese preciso momento de la historia de la humanidad porque, gracias al regalo inmenso de la Eucaristía, se actualiza ese acontecimiento una y otra vez, hasta el final de los tiempos.
Sabiendo esto, que estoy al pie de la Cruz en cada Eucaristía, es ya impensable para mí vivir la Misa de forma fría; si me ocurre me siento mal, porque a la Pasión del Señor sólo le podemos corresponder con nuestra oblación y sacrificio. Como dice San Cipriano en el S. III: «el sacrificio del Señor no se celebra con la santificación debida si no corresponde a la pasión nuestra oblación y sacrificio». (*)
(*) No es que yo conozca los escritos de San Cipriano, es que lo cita el Papa Pío XI en la encíclica «Miserentissimus Redemptor» sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que es una maravilla y me ha encantado leerla.