Por Toni Gallemí
El poeta luso Mario Quintana tiene un grande pero breve y magnífico poema que dice así:
Que las cosas sean intangibles
no es un motivo para no quererlas…
Qué tristes los caminos si no fuese
por la mágica luz de las estrellas.
En estos versos yace implícita una dimensión casi inabarcable propias de la teología y la metafísica que a duras penas lograría desmenuzar. Por eso he optado por quedarme en lo sencillo, de donde vengo y a donde sí llego, creo. La mágica luz de las estrellas me remite a muchos lugares y, definitivamente, a la idea misma misteriosa que se esconde en la esencia de Dios. La luz, como mágica, tiene algo de misteriosa; ya no por esa incapacidad de ser alcanzada con la mano, sino por la extraña característica de que tampoco puede ser vista.
Hace unos días leía una frase atribuida a Antoni Gaudí en la que decía, si la memoria no me traiciona, que «la luz es la mejor pintora». Acompañaba la sentencia una imagen en la que la refracción de la luz, al traspasar el vitral de la iglesia, descansaba sobre el muro de piedra. Esto podría llevarnos a concluir precipitadamente que esa es la luz pintora a la que se refirió Gaudí y que fue la verdadera pintura gótica del siglo XIII. Nada más alejado de la realidad, la luz es la que nos ofrece, si se me permite el oxímoron, la «esencia visual» de las cosas.
En su inagotable fuente aforística, Nicolás Gómez Dávila decía que «la belleza del objeto es su verdadera sustancia». Pero se trata de una sustancial belleza presentada, únicamente, a la luz de la luz. En fin, ¿qué es, pues, Dios, sino esta Luz? ¿Acaso podemos verlo o tocarlo? «Sí», dirá alguno. «En los Sacramentos». «Sí», dirá otro «cuando vemos a Cristo vemos a Dios, porque el que me ve a mí, ve al Padre». Y así es. Pero, ¿no es menos cierto que esperamos otra cosa? ¿Un contacto, digamos, más directo de lo que es Él? ¿Podemos afirmar, como se ha venido afirmando a lo largo de los siglos y continuando con la tradición de nuestra fe, que Dios «vive» oculto? He planteado esta última cuestión como una pregunta, pero, ay, no lo es en absoluto.
Tras descalzarse y escucharle, Moisés pregunta a la zarza ardiente cuál es su nombre, de parte de quién dice que va al Pueblo de Israel. «Yo soy el que soy», responde Dios. Una respuesta que, al menos aparentemente, rehúye la cuestión: no da ningún nombre. Un poco antes de estos hechos según las Escrituras, en su vuelta a Canaán, Jacob lucha con un hombre en la oscuridad de la noche y le pregunta por su nombre. El hombre responde: «¿Por qué me preguntas mi nombre?». Otra respuesta evasiva. Cuando Benedicto XVI todavía era Ratzinger, escribió: «La explicación del nombre Yahvé mediante la palabra «ser» da pie a una especie de teología negativa. Suprime el nombre en cuanto tal, traslada lo completamente conocido, que parece ser el nombre, a lo desconocido, lo escondido. Diluye el nombre en el misterio, de forma que el ser conocido y el no ser conocido de Dios, su manifestación y ocultamiento, se producen a la vez».
En efecto, de este modo se nos muestra y se nos oculta simultáneamente, como la mágica luz de las estrellas, la esencia misma de Dios. Como dijo alguien en otra época y en otras palabras, podemos ver su huella en todas partes aunque no podamos vislumbrar directamente su bello rostro. Chesterton lo expresó de una forma muy peculiar y que no puedo sino hacer mía: «¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que sólo vemos las espaldas del mundo. Sólo lo vemos por detrás, por eso parece brutal. Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol; aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? ¡Si pudiéramos salirle al mundo de frente…!».
Vemos las espaldas del mundo. Sin embargo, se trata de un Dios que no nos da la espalda. Por el contrario, y muy extrañamente, se oculta entre nosotros de una forma muy visible. Siguiendo con la disertación de Ratzinger, apostillaba que «la presencia de Dios se afirma meridianamente y su ser se explica no como un ser en sí, sino como un ser-para». El Ser para nosotros que está con nosotros. Si bien es cierto que Dios es más joven que nosotros, conserva la chiquillada del niño: sin descubrirse del todo se nos acerca, nos sonríe y, como aquel que juega al escondite con sus hermanos, dice «Shh». Y persiste en su misterio.
Frances Hodgson Burnett escribió «El jardín secreto». En un momento determinado, Mary, la protagonista, está a punto de revelar a su primo Colin el descubrimiento de un jardín secreto mucho más bello que cualquier otro, pero es necesario que nadie lo descubra para que los adultos no les echen del lugar. Le dice con la sabiduría del niño: «¿No comprendes? ¿No comprendes que sería mucho más bonito si fuera un secreto?».