P. Manuel Martínez Cano: vivió conforme a lo que enseñó

Testimonios

Sin Autor

Todavía consternado por el fallecimiento de mi padrino, Manuel María Domenech Izquierdo, recibo la llamada de mi madre, diciéndome, con profundo pesar, que se ha muerto el Padre Cano.

Inmediatamente, me asaltan los recuerdos que desde niño conservo, y puedo constatar sin dificultad alguna, que el Padre Cano ha estado siempre en mi vida, ocupando un lugar destacado, constituyendo una brújula y un termómetro en todo momento.

En la peregrinación a Santiago de Compostela de 1999, con apenas quince años, mientras dormíamos en tiendas de campaña, habilitadas por el Ejército en Rabanal del Camino, tras una indigestión nocturna, me desperté de madrugada con fiebre alta, vomitando y con un profundo malestar. El Padre Cano, sin inmutarse, se levantó y limpiándome, me acomodó entre mantas y su propio saco. Se puso la sotana y se fue a rezar, sin volverse a acostar. Eran las tres de la mañana y todavía quedaban algunas horas para emprender la marcha.

Cuando me casé, cada vez que nos encontrábamos, me regalaba libritos y estampas religiosas para mis hijos y siempre, siempre, siempre estaba atento a mis necesidades espirituales. Siempre estaba su puerta abierta para atenderme en confesión o para charlar o interesarse por mi familia.

No faltaron las broncas (merecidas) en todos mis años de colegio. ¡Cuánto desearía ahora volver a recibirlas, con tal de verlo y poderme despedir de él! Se me escapan las lágrimas mientras lo escribo, y seguramente, desde el cielo, esbozando su sonrisa característica, me estará diciendo “¡Domínguez, no te dejes llevar por el sentimentalismo!”.

Tiene razón, Padre. Usted siempre me decía que era muy sensible y emocional, como mi tío Tomás, como la familia de los López y la verdad, es que, en eso, no he cambiado mucho. Todavía estoy llorando más, mientras le veo haciendo bromas a Santiago, a María y a Alexandrita, diciéndoles que yo era un alumno extraordinario y muy bueno, aunque usted sabe que fui todo lo contrario.

Doy gracias a Dios por haberle puesto en mi vida, sobretodo, en la vida de mis padres, de los que yo he recibido la fe católica. Doy gracias a Dios por su generosidad, por haber estado junto al Padre Alba y el Padre Turú desde el principio.

Cuando estudié el grado en Humanidades, una de las figuras que más me impactó fue la de Quintiliano, maestro de maestros de la Roma imperial. Conservo un pequeño texto, entre mis apuntes, en el que dice “y vengo bien en que, entre los que antiguamente hicieron profesión de sabios, muchos no solamente dieron buenos preceptos, sino que vivieron conforme a lo que enseñaron: mas en nuestros días, bajo la capa de este nombre de sabios, se encubrieron vicios muy enormes en la mayor parte de los profesores; porque no procuraban ser tenidos por filósofos por la virtud y letras, sino que con el velo de un semblante tétrico y vestido diferente de los demás, encubrían sus costumbres muy estragadas”.

El Padre Cano vivió conforme a lo que enseñó. Y lo que enseñó fue el Amor de Dios y el amor a Dios por encima de todo, incapaz de pactos con sacrificio del Ideal. Evangelizando a tiempo y a destiempo, como San Pablo; sin temor a los abandonos del mundo, sin estridencias, sin ornamentación, sin mentiras.

¡Qué orgullo sentía por las vocaciones religiosas! “Llevar almas de joven a Cristo, inyectar en los pechos la fe”: carmelitas descalzas (mi hermana Mª Carmen entre ellas), sacerdotes diocesanos, trapenses, misioneras rurales… La Sociedad Misionera de Cristo Rey fue su casa, pero todo era para Dios. “Estamos tocando el violón”, nos decía cuando nos desviábamos o nos centrábamos en lo superficial.

Era un murciano universal, un cura de Lorca, un enamorado de Cataluña y amante de España. ¡Cuántas peregrinaciones en sus botas! ¡Cuántas advocaciones de la Virgen Santísima en sus jaculatorias! La Moreneta, la Pilarica, la Verge de Lledó, Nuestra Señora de la Merced, la Virgen de la Fuensanta… Innumerables tandas de Ejercicios Espirituales de San Ignacio, en cualquier parte de España; apóstol incansable de la Adoración Nocturna; colonias y campamentos, centro juvenil… todo a la mayor gloria de Dios.

No cabría en mil páginas, describir el bien que ha hecho el Padre Cano, pero sirva este pequeño compendio, como homenaje y agradecimiento inmediato por toda su labor para conmigo y mi familia. Como tantas y tantas veces cantamos, “pugem cantant, pel dret camí pugem. I a nostre Rei seguim. Perseverem, que ja amb la mà toquem el cim”. Esa es mi petición y mi súplica.

Francisco Javier Domínguez López