Hace una semana, en el día de Saint Jordi (San Jorge), un gran amigo me contó muy ilusionado que le iba a regalar una rosa a su novia. Ella es catalana y en su ciudad se acostumbra regalar rosas a las chicas y libros a los chicos un libro en ese día de fiesta. Mi reacción natural fue reírme de mi amigo, pues él es lo más contrario que conozco a lo cursi, y regalarle una rosa a su novia no estaba dentro de las posibilidades que yo le veía capaz de hacer.
Sin embargo, me quedé pensando. Y me di cuenta de lo mucho que podría valer esa rosa: él, a pesar de no ser cursi, buscó una forma de demostrarle a su novia que la quiere, doblegando incluso su repugnancia natural a lo que puede parecer cursi. En esa rosa estaba contenido el cariño de un enamorado, pero también la domesticación de su vergüenza. Tal vez por sorpresas como esta se suele relacionar la primavera con el amor: el barrial del invierno se transforma en campo florido, así como la vergüenza y la parquedad emocional se transforman en detalles de cariño y cuidado.
Este lunes comienza la celebración del mes de María en el hemisferio norte, que coincide con el cenit de la primavera. Esta tradición católica la hemos heredado desde el siglo XII, cuando los cristianos de entonces comenzaron a dedicarle treinta días de devoción a María -entre el 15 de agosto, día de la Asunción, y el 14 de septiembre-. Aquella celebración fue mutando, hasta que en el siglo XVII se cambiaron las fechas para que fuese mayo el mes dedicado a Nuestra Señora.
Mayo tiene -volviendo a la historia de mi amigo- treinta días de “Saint Jordi”, treinta días de cuidar con detalles a nuestra madre del Cielo. El repertorio de costumbres marianas que se han ido cultivando a lo largo de los siglos es rico: el rezo del Santo Rosario, el Regina Coeli, hacer una romería, visitar algún santuario dedicado a Santa María, hacer una ronda a la Virgen y cantarle canciones de enamorado, dirigir la mirada a las imágenes de María que pueda haber en las habitaciones de nuestra casa, de nuestro colegio o universidad, o también llevar una flor a una ermita cercana.
Le expliqué todo esto a unos niños de diez años en el club del Opus Dei donde soy monitor, y al acabar la sesión, antes de que abandonaran la sala en la que estábamos, uno de los niños metió su mano en su bolsillo y sacó cuatro piedras de colores con las que había estado jugando para regalárselas a la Virgen, poniéndolas con mucho cuidado a los pies de una estatuilla de la Piedad. Esas cuatro piedras, así como la rosa de mi amigo, significan más que lo que a simple vista podemos constatar: son cuatro piedras y un corazón enamorado; es una rosa y un corazón enamorado.
Me acordé de San Josemaría. Él solía repetir que debemos tener “fe de niños y doctrina de teólogos”, a lo que añadiría la parte final de otra de sus frases: “[y] un corazón enamorado”. El gesto de ese niño me ha ayudado a comenzar con ilusión este mes de Mayo.
Agustín Larson Castillo @AgustinMLarson
Estudiante de Filosofía, Política y Economía en la Unav y miembro del equipo del @haganmaslio, una iniciativa de evangelización en las redes sociales