Son muchos los textos de la Sagrada Escritura en la que se llama a todos a la santidad. Ya en el Antiguo Testamento el Señor dice a su pueblo: «Sed santos porque Yo soy santo» (Lev 11, 44); y San Pablo repite en diversos lugares con insistencia: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santidad» (1 Tim 4, 3); «Sed perfectos» (2 Cor 13, 11); «Dios nos ha elegido antes de la creación del mundo para que seamos santos» (Ef 1, 4.). Y San Pedro: «Como aquel que os ha llamado es santo, sed santos» (1 Pe 1, 15).
Todos los fieles están llamados a ser santos
El Concilio Vaticano II ha confirmado solemnemente la llamada universal a la santidad. Todos los fieles están llamados a ser santos. Sin embargo, aún se trata de una verdad que no ha terminado de calar en muchos que siguen pensando que la santidad es cosa de unos pocos privilegiados, de unos pocos elegidos; pero de la mayoría, Dios se contenta con que sean más o menos buenos, con que sean buenas personas y no maten y roben. No se dan cuenta de que debemos ser santos porque Dios nos está dando todos los medios necesarios para alcanzar la santidad y que si no lo somos es sencillamente por que no queremos. Y no querer ser santo, conformarse con la mediocridad cuando Cristo ha derramado su Sangre para purificarnos y estar resplandecientes, es un fracaso.
El bautizado que no es santo en la tierra es un fracasado. No se puede entrar al Cielo si no es en un estado de santidad. La misericordia de Dios se manifiesta en el Purgatorio. Quienes no se han dejado purificar aquí en la tierra por la gracia de Dios, podrán ser purificados en el Purgatorio para alcanzar todo el resplandor de la gracia que nos permita ver a Dios cara a cara.
Nuestro Padre Dios, que nos ama infinitamente y quiere nuestro mayor bien quiere nuestra santidad. Es decir, quiere que le dejemos que nos ame; que le dejemos que su amor nos transforme de tal modo que le amemos completamente. En eso consiste la santidad. Pero Dios no nos transforma si nosotros nos resistimos, si nosotros no queremos. La santidad no consiste tanto en el empeño personal de nuestra voluntad. No es algo que podamos conseguir obra con nuestras propias fuerzas. La santidad es más bien y principalmente la docilidad a la acción del Espíritu Santo. Es dejar que la fuerza de Dios haga brillar en nosotros el amor de Dios. La santidad es un don. Un don que Dios quiere otorgarnos a todos. Pero hemos de pedirlo y hemos de dejar que el Señor nos lo entregue transformando nuestra vida sin poner resistencia.
Pensar que es uno el que con su esfuerzo y sus cualidades puede llegar a ser santo es además de falso una actitud llena de soberbia. Hace falta ser conscientes de nuestra nada, de nuestra pequeñez, de nuestra inutilidad. Somos unos niños pequeños ante Dios y sólo de Él podemos esperar que nos transforme. Este es camino de infancia espiritual que tantos santos han recomendado. La santidad no consiste en hacer grandes cosas, llevar adelante grandes empresas apostólicas. Hemos de presentarnos ante Dios como el niño que por sí nada puede y lo espera todo de su padre. «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra porque haber ocultado estas cosas a los sabios y a los poderosos y haberlas revelado a los pequeños y sencillos» (Mt 18, 3). «Quien no se haga como un niño no puede entrar en el Reino de los cielos» (Mc 10, 15).