Hace unos días me llegó un video de un youtuber bastante conocido, que acumula millones de seguidores. En un momento dado, reaccionó a otro vídeo donde un cristiano hablaba de su fe. El influencer, para desacreditarlo, afirmó lo siguiente: “A ver, en tu libro (la Biblia) aparecen serpientes que hablan y gente que camina por encima del agua. ¿Y pretendes que creamos en algo así?”.
Por una parte, entiendo su escepticismo. Mis ojos tampoco han visto jamás a nadie caminar por encima del agua, ni he escuchado a una serpiente hablar, en plan Harry Potter. Por lo que, si el cristianismo consiste en creer lo que dice ese libro, ¿no se trata de un asunto que va contra toda lógica humana? ¿Debo, entonces, abandonar mi inteligencia para reafirmar mi fe?
Ahora bien, repasemos nuestras condiciones existenciales. Nacemos sin elegirlo, “como por arte de magia”, en un proceso biológico de una complejidad inaudita. Vivimos en una esfera gigante rodeada de una capa gaseosa que orbita alrededor de otra, aún más grande, la cual está siempre en llamas. Entre estas esferas, junto con otras miles de millones que circulan por el universo, parecen existir unas relaciones astronómicas milimétricamente calibradas para que en la nuestra sea posible la vida. Y podríamos continuar con los ejemplos…
Pero observemos ahora otra clase de “universo”: el ser humano. Cuando nacemos, nos encontramos con un medio ambiente que nos acoge. Las personas que nos traen a este mundo, no solo luchan instintivamente por nuestra supervivencia, sino que se preocupan por nosotros, fundando una relación de cariño y amor que supera con creces la de cualquier otro animal. Además, esta esfera rodante contiene milagrosamente todos los recursos que necesitamos: comida, agua y una atmósfera, que realiza la función de portero de discoteca; deja pasar lo bueno y frena lo malo.
Sin embargo, lo dicho hasta ahora no explica completamente el verdadero enigma de nuestra existencia, ya que nuestra plenitud parece encontrarse en asuntos muy superiores a lo que la Tierra generosamente nos ofrece. Desde el inicio de nuestra especie, los hombres hemos sentido un poderoso deseo de pervivir, de que las cosas importantes no tengan un fin. Hay muestras de que las primeras formas de sociedad, como tribus o clanes nómadas, han enterrado, llorado y recordado a sus muertos. ¿No es esto extraño, cuando todo lo que nos rodea está llamado a la caducidad, incluidos nosotros? ¿No es acaso ridículo desear la inmortalidad?
Pero los hombres somos obstinados. En el mundo todo muere y vuelve a la tierra, pero nosotros no nos conformamos con esa evidencia. Tenemos en nuestro interior algo que nos hace mirar hacia arriba, hacia una realidad que está más allá del tiempo, hacia un lugar donde nuestra dignidad es plenamente reconocida. Desde hace miles de años hemos enterrado a los muertos, hemos edificado templos a dioses difusos, elegidos por sus vínculos con los astros o las fuerzas de la naturaleza. Más tarde hemos creado mitos que nos ayudaron a comprender un poco más la presencia del bien y el mal en el mundo. Y los hemos representado mediante ceremonias y rituales. Este proceso parece formar parte de una racionalidad más profunda, donde entran en juego los deseos de infinito y el sentido de la existencia.
Manuel García Morente (1886 – 1942) se hizo estas preguntas y consiguió encontrar, tras ellas, una lógica extraordinaria. Este catedrático de Metafísica de la Universidad Complutense experto en Kant, fue uno de los filósofos españoles más brillantes del siglo XX y gran amigo de Ortega y Gasset. Su método consistía en evaluar las fortalezas y debilidades de las corrientes filosóficas, partiendo de un agnosticismo neutral. En principio, esa postura debía alejarle de creencias tales como “serpientes parlantes” o “surferos sin tabla“. Sin embargo, tuvo lugar en su vida un “hecho extraordinario” que le condujo a elevar la mirada más allá de lo anecdótico, y encontrar la lógica profunda del mundo y del hombre. Tal fue su conversión que acabó siendo sacerdote.
¿Cómo es posible que alguien de cabeza tan razonable, que conocía todos los argumentos del pensamiento occidental a favor y en contra de la existencia de Dios, a partir de una experiencia llegue a abrazar la fe cristiana?
García Morente, en su libro (una revelación íntima publicada posteriormente), explica que en ese momento fue consciente de la narrativa de su vida. Cuando intentaba hacer algo por sus propias fuerzas, cosechaba fracasos; pero cuando daba un asunto por perdido, entonces las cosas se resolvían. A partir de unos eventos misteriosos, este filósofo español fue descubriendo la dulzura de la Divina Providencia. Con sus palabras: “Un poder incógnito, dueño absoluto del acontecer humano, arreglaba sin mí todo lo mío”.
Tras la lectura de “El hecho extraordinario” me gustaría hablar más sobre estos temas con mis amigos. A mis 19 años, tengo la impresión de que el tiempo que dedicamos a conversar es inversamente proporcional a la importancia de los temas. ¿Existe Dios? Es una pregunta vital. Ahora bien, ¿es Dios un Padre que nos cuida, nos protege y nos ama hasta el punto de poder abandonarnos en sus brazos? Igual que a Garcia Morente, la cuestión me parece decisiva para dar respuesta a nuestros anhelos de infinito, de felicidad.
Santiago Taboada Castillo
Estudiante de 2º de Historia y Periodismo
@santi_taboada4