El martirio de Franz Jägerstätter
La figura de Franz Jägerstätter dio la vuelta al mundo gracias a la conmovedora película de T. Malick, A Hidden Life. La cinta es verdaderamente impresionante, pero la vida de este granjero austriaco lo es mucho más. Lo ponen de relieve sus cartas y escritos, que acaban de aparecer en traducción española, en el libro Resistir al mal (ed. Encuentro).
Franz Jägerstätter fue decapitado el 9 de agosto de 1943, a las afueras de Berlín. Tenía 36 años, estaba casado y dejaba, junto a su mujer Fani, a tres hijas pequeñas. Murió lleno de paz, pues, aunque era consciente del dolor que infligía a su familia, y de los males que les podía acarrear su comportamiento, estaba hondamente convencido de que no podía obrar de otra manera. No podía jurar plena obediencia a un gobierno como el de Hitler. No podía luchar una guerra injusta. No podía mentir. El sacerdote que le acompañó en los últimos momentos recordaba que “vivió como un santo y ha muerto como un héroe”. Fue beatificado en 2007, ante la presencia de su esposa, de sus hijas, nietos y bisnietos… una familia de 60 personas. Su existencia constituye un punto de luz en uno de los momentos más tenebrosos de la historia de Europa. Una estrella de esperanza. Un testigo de la conciencia personal y de la libertad del ser humano.
Erna Putz, autora de una biografía de Jägerstätter, es también la editora de sus escritos. Ella se encargó de reunir las cartas que Franz y Fani se cruzaron durante los años de la guerra, y de recoger los ensayos con los que aquél iba dando forma a sus convicciones.
Las cartas se dividen en dos grandes grupos: las que se escribieron mientras Franz hacía el servicio militar, entre 1940 y 1941, y las que siguieron a su encarcelamiento, en 1943. Las primeras tienen, lógicamente, un tono menos dramático. Fani le cuenta cosas de la familia, del trabajo en la granja, de los amigos, y Franz le explica cómo viven en el cuartel y qué maniobras van haciendo. Es fácil percibir cómo aumenta su disgusto con el régimen, frente al que ya se había opuesto en el referéndum de anexión con Alemania en 1938. Pero sobre todo es emocionante asomarse a la vida interior de Franz: la alegría que le da acudir a una Bendición eucarística o a la santa Misa (“de este modo, siempre puedo tomar fuerzas para toda la semana”); el sentido de comunión que vive con otros cristianos; su progresiva aceptación de la voluntad de Dios, en las cosas del día a día y en los sucesivos retrasos que le impiden volver a casa; su agradecimiento a Dios por todos los bienes recibidos; su mirada puesta en la vida eterna; su amor sincero y tierno hacia su mujer y sus hijas.
Tras el periodo de formación militar, Franz pudo volver a su granja: el Reich necesitaba alimentos, tanto como soldados. Sin embargo, sabía que su situación era precaria. En cualquier momento podía ser llamado a filas. De ese periodo, el libro recoge algunos escritos que anotaba en algunas libretas y en papeles sueltos. La primera libreta se centra en cuestiones de doctrina y vida cristiana. Algunos parecen textos para la catequesis. Jägerstätter subraya la necesidad de no ser “cristianos de nombre”, y sabe que la auténtica categoría de una persona se revela en el sufrimiento. A la vez, subraya la importancia de la oración, de los sacramentos y de la lectura para ser cristianos auténticos. No deja de ser sorprendente que encontrara tiempo para esas reflexiones, teniendo en cuenta las duras cargas que implicaba el trabajo en el campo.
Las otras dos libretas reflejan sus preocupaciones más acuciantes: ¿son compatibles el nazismo y el cristianismo?, ¿se puede luchar por Hitler, para evitar el riesgo del bolchevismo?, ¿puede un cristiano participar en una guerra injusta?, ¿son responsables quienes se limitan a cumplir las órdenes de sus superiores?, ¿cuál debería ser la actitud de los cristianos en la situación que Austria atravesaba? Hay otras cuestiones más de fondo, como por ejemplo cuando se plantea por qué Dios permite el mal, cuando reflexiona sobre la muerte, o cuando hace algunas consideraciones sobre su papel en el hogar (“en este tiempo tan difícil, cada padre debe ser el sacerdote de su familia”) y, en general, sobre la responsabilidad de los cristianos en la sociedad, en la educación de sus hijos, en la labor evangelizadora de la Iglesia. En algunos momentos plantea una lista de preguntas… que nadie le ayuda a responder. Hay que recordar que la jerarquía austriaca no siempre dio un mensaje claro sobre la colaboración con las instituciones de la Alemania nazi. Jägerstätter había podido hablar con algunos sacerdotes, pero muchos de ellos habían sido apartados de sus parroquias al pronunciarse en contra de Hitler.
Por fin, en 1943 fue llamado a filas. Había madurado ya la decisión de negarse a pronunciar el juramento de obediencia incondicional al Führer. Su mujer conocía su determinación. En realidad, en buena medida había sido ella la responsable de la vida cristiana de su marido… y conocía perfectamente sus ideas. Con todo, esperaba que todo pudiera resolverse de algún modo. El libro recoge algunas cartas de este periodo, cada vez más espaciadas. En la última parte de su internamiento, en Berlín, solo se le permitía escribir una al mes.
Jägerstätter no deja que la queja asome en sus misivas, aunque no le faltaban motivos. Por otra parte, sus cartas están llenas de detalles muy bonitos. No le importa, por ejemplo, pasar hambre, para enviar a sus hijas tres naranjas, que puedan llevar en la procesión de Pascua… Además, en la cárcel tiene que celebrar su séptimo aniversario de boda. Por otra parte, es emocionante ver cómo procura cuidar sus devociones y su vida de piedad, aunque apenas le permiten ver a un sacerdote, y mucho menos asistir a Misa o comulgar.
El tiempo pasa, y la mirada de Franz se fija cada vez más en Dios y en la vida eterna. Durante los meses que permanece encerrado en la cárcel de Berlín, donde la vida es dura y el trato cruel, sus escritos consisten en citas de la Escritura, que va copiando cada día, a las que añade una breve reflexión. Al conjunto le llamó: “Lo que todo cristiano debe saber”. En total, son algo más de doscientos textos y reflexiones. Los temas son múltiples. Muchos los había desarrollado ya en algunos de sus ensayos; otros responden a su situación, a sus dudas e inquietudes… Todos ellos constituyen un fundamento sólido para superar la incertidumbre y el aislamiento en el que vive y para mantener la decisión que ha tomado. Así, por ejemplo, comentando un texto de san Pablo, escribe: “Nuestra unión con Cristo no nos protege de los sufrimientos terrenos, pero pone el sufrimiento en la perspectiva del valor eterno”. Al final, las entradas del cuaderno se limitan a una sola línea.
Los últimos escritos Franz se encuentran en unos retazos de papel. A mediados de julio es condenado a muerte, y solo espera que llegue el momento de su ejecución. Su abogado organizó un encuentro con su mujer, que se desplazó hasta Berlín con el párroco del pueblo. Les permitieron verse apenas veinte minutos. Le parecieron pocos, y además en un ambiente que no hacía nada fácil la comunicación… Por eso, deseando quizá completar lo que en aquella conversación no había podido decir, Jägerstätter describe en esos papeles los motivos que le han llevado a tomar la decisión que le va a costar la vida. Además, procura alzar la mirada para ver la existencia humana en toda su real extensión: “Somos afortunados cuando podemos experimentar una pequeña alegría en esta vida. Pero ¿qué son los breves momentos de alegría en este mundo, comparados con lo que Jesús nos ha prometido en su Reino?”
En su última carta, se despide de su familia y deja su vida en manos de Dios. Escribe a su mujer: “Te pido una vez más que me perdones por todo aquello con lo que te haya hecho sufrir o sentirte herida. (…) Pido a todos los demás, a los que haya herido o molestado, que me perdonen. (…) Perdono a todos de todo corazón. Que Dios acepte mi vida como un ofrecimiento por mi pecado y por los pecados de los demás”. Afrontaba una muerte injusta, como habían hecho los primeros cristianos. Cerca de Dios, sí, perdonando y pidiendo perdón, porque era consciente de que la causa del mal no era otra que el pecado. Eso mismo han hecho, de formas diversísimas, los santos en los últimos dos mil años: han tomado conciencia de la realidad del pecado y han descubierto que Dios contaba con ellos para llevar con él esa carga e introducir en el mundo la luz de su Amor. Así es como se han convertido en signos de esperanza, estrellas que brillan en la oscuridad de un tiempo que aguarda la llegada de la aurora.