La vida hogareña diaria, con todas sus imperfecciones y luchas, su estrés y su alegría, su caos y su hospitalidad – ¡y sus paredes con manchas de rotulador! – puede llevar a otros a descubrir que la vida es más plena, más segura, más emocionante y más satisfactoria si se vive desde el Corazón de Dios. Visto así, el cuidado de una casa es más un honor que una obligación, y un medio excelente para proporcionar a aquellos a los que amamos afecto, compañía y seguridad para que vivan sanos, felices y libres.
La teología del hogar nos habla de la necesidad de crear hogares que fomenten la comunidad; hogares donde se compartan y comuniquen los valores cristianos; hogares que permanezcan abiertos para familiares y amigos, y en los que se celebren comidas y reuniones. En ese sentido, el hogar católico no es una isla apartada del mundo ni un convento cerrado a miradas extrañas, sino el espacio que nos permite salir de nuestra seguridad y hacernos vulnerables por amor a los demás.
El matrimonio es el sacramento del hogar, la puerta abierta a las gracias de Cristo. Por eso nuestra casa ha de ser un reflejo de la alegría y la belleza de nuestra fe, un sitio al que la gente quiera volver, un lugar donde se respire calor de hogar y descanse el alma. ¿Quieres que tu hogar sea la entrada al cielo? ¡Pues empieza invitando a Dios a tu casa!
Autora: Chiti Hoyos – @Damihibibere