En la novela Los hermanos Karamázov, de Fedor Dostoievski, uno de los personajes más enigmáticos, el ermitaño, explica una paradójica experiencia que le contó un doctor: “Yo amo a la humanidad, pero me asombro a mí mismo: cuanto más amo a la humanidad menos amo a los hombres en particular, es decir, a las personas por separado”.
Una de las virtudes de los grandes clásicos es que tienen el don de aprehender el alma humana y exponerla desnuda, fuera del tiempo y del espacio, de modo que cualquiera puede reconocerse en sus personajes y contemplar en ellos al ser humano de todos los tiempos.
¿No vemos, acaso, cada día a los políticos y a tantos personajes públicos entregarse a causas humanitarias, defender los derechos del pueblo, de la civilización, de la humanidad cuando no son capaces de soportarse unos a otros? ¿No los vemos insultarse cada día, a veces con auténtica saña, al tiempo que defienden grandes postulados y presentan grandes empresas humanitarias?
“En mis sueños a menudo he llegado a imaginar apasionadas acciones en bien de la humanidad, y acaso me hubiese dejado sacrificar por la gente si hubiese sido preciso, aunque soy incapaz de convivir dos días con nadie en una misma habitación, eso lo sé por experiencia”, continúa diciendo Dostoievski por boca del ermitaño.
¿No conocemos también a tantos matrimonios que dan por muerto su amor cuando perciben la resistencia del otro que no se pliega a sus deseos, incapaces de sufrir, acompañar y olvidarse un poco de sí mismos para dejar espacio a una personalidad diferente a la suya que no quieren aprender a querer, incluso con sus defectos? ¿Y no conocemos muchos y muchas que estarían dispuestos a entregar sus vidas por grandes proyectos, pero no pueden soportar ningún contratiempo que provenga de los más próximos?
“En cuanto alguien está junto a mí, su personalidad aplasta mi amor propio y pone trabas a mi libertad. En un día puedo odiar incluso al mejor de los hombres: a uno porque prolonga demasiado la sobremesa, a otro porque está resfriado y no deja de sonarse. Por el contrario, siempre, cuanto más aborrecía a los hombres en particular, más ardiente se hacía mi amor a la humanidad en general”, insiste el ermitaño rememorando las palabras de su amigo el doctor.
¿Y no escuchamos en nuestro interior el canto de sirena de la recompensa inmediata —“el yo y el ya”, me decía el otro día una persona—, que atenaza nuestro amor y nos encierra en nosotros mismos o, peor, en una mísera pantalla con tal de recibir el soplo de un halago o de un puñado de ‘likes’? ¿Cuántos hay que hacen de su amor un espectáculo, que exhiben sus buenas obras y piensan más en el reconocimiento del público y en su propio encumbramiento que en la callada gratitud de los suyos?
“El amor ensoñador siente el ansia de la proeza rápida, pronto satisfecha, y que todos miren a uno, pero a condición de que eso no dure mucho, sino que se cumpla cuanto antes, como en el teatro, y que todos miren y aplaudan. El amor activo, en cambio, es trabajo y aguante”, vuelve a la carga el ermitaño, ahora con su propia valoración.
Quien no ha aprendido a amar a su hermano, a su marido, a su mujer, a sus padres, difícilmente será capaz de amar a la humanidad. Y, si piensa que lo hace, es que está confundiendo amor con filantropía. La diferencia entre caridad y filantropía (que hoy a menudo se viste de solidaridad) fue una de las grandes aportaciones del cristianismo: “si no amas a tu hermano, a quien ves, cómo puedes decir que amas a Dios, a quien no ves”, dirá otro clásico, Juan Evangelista. El filántropo que no es capaz de amar a su prójimo, a aquel que tiene más cerca y amenaza cada día con invadir su espacio personal, acaba amándose solo a sí mismo, y la «humanidad» se transforma en el disfraz del amor propio.
En fin, solo quería transmitir esta verdad paradójica que transmite con maestría Dostoievski y a todos nos acecha.