Eran las seis de la mañana de un domingo cualquiera. La ciudad estaba completamente desierta. En toda la calle, un solo coche esperaba ante el semáforo rojo. El conductor tenía que dar una sesión en un congreso a las nueve de la mañana en una población lejana e iba ya muy justo de tiempo. El semáforo era solo peatonal. Miró a uno y otro lado, no vio a nadie y se saltó el semáforo. A los pocos metros le detuvo un guardia urbano: “¡Oiga! ¿No ha visto usted el semáforo?” El conductor se sinceró: “Sí, perdone. El semáforo sí lo había visto; a quien no había visto es a usted”. E intentó hacer comprender al agente que tenía mucha prisa y la desobediencia al semáforo estaba justificada y no generaba peligro alguno.
Esta anécdota que me contaron hace años sirve para ilustrar lo que quiero decir en este post, y espero no escandalizar mucho. En síntesis, podría formularse así: a medida que nuestros hijos van alcanzando el uso de razón (y lo van usando, lo que no siempre va parejo) conviene educarles para que sean capaces de saltarse el semáforo rojo cuando sea necesario. Es decir, enseñarles a distinguir lo lícito de lo justo. Y hoy en día esta educación me parece urgente.
No podemos educarles en una moral puritana, de mero cumplimiento de normas. La ética de reglas acaba identificando la ley con la justicia. Y esto, en momentos históricos en que las leyes injustas afloran, es muy deshumanizante. Hoy, en España, estamos viviendo un momento así. Tenemos una moral reglada puritana que se escandaliza ante un conductor que se salta un semáforo o que circula a 160 kilómetros por hora en una autopista vacía porque llega tarde a un evento importante, mientras acepta sin más la muerte provocada de un niño en el vientre de su madre o prohíbe a un psiquiatra que ayude a una adolescente confusa a reconciliarse con su sexo.
Las normas acaban configurando el sentir moral de una sociedad. Cuando las leyes son justas, esa configuración es lo deseable, pues justicia y ley deberían coincidir, y es lo que la gente cree y espera. Pero las normas injustas, que atentan contra el ser humano y los principios básicos de la moral, hay que cuestionarlas, trascenderlas y acudir a la ética verdadera: la ética de virtudes.
La doble línea continua, como toda norma de tráfico, tiene como fin la seguridad y persigue ordenar la circulación, pero si delante de mí se cae un motorista, sería absurdo obedecer la norma y, por no saltarme la línea continua, atropellar al motorista. Los abogados sabemos que hay que cumplir los contratos (pacta sunt servanda), pero también sabemos que hay contratos injustos cuyo cumplimiento sería una injusticia, y lo justo es encontrar la manera de que no tengan que cumplirse.
La virtud está por encima de la ley, que debe someterse a ella. Toda norma tutela una virtud, normalmente la justicia. En la ética de virtudes, la razón y la conciencia juzgan y deciden la conducta que hay que observar, que normalmente se ajustará a la norma (gracias a Dios, las leyes, en su gran mayoría, son justas), pero otras veces se apartará de ella para no ser puritanamente injusto.
Bueno, creo que la idea se entiende. Mi recomendación es ir educando a nuestros hijos para que aprendan a saltarse el semáforo en aquellas ocasiones en que es más justo hacerlo que no hacerlo. En especial, con algunas leyes que se avecinan, que van acompañadas de una policía política encargada de exigir su cumplimiento, incluso a veces, respecto de los hijos, en contra de la opinión de los padres.
Esto es lo que desde hace unos años intento transmitir a mis alumnos de Deontología Profesional en el Máster de Abogacía.