Por Patri Navarrete
Cuando el Papa San Juan Pablo II fue a visitar a Alí Agca, el hombre que le había disparado, a la cárcel, el mundo entero se sorprendió. El Papa entró en su celda y conversaron “como con un hermano al que he perdonado y quien tiene toda mi confianza”, dijo el Santo Padre. Es una de las historias más bonitas de perdón que se han visto en los últimos años, y cobra especial importancia porque San Juan Pablo II no le perdonó solo en su corazón, sino que se lo hizo saber. Fue a verle, a hablar con Alí, le miró a los ojos, le hizo sentir perdonado. Hablaron de hombre a hombre, sin artificios de por medio, en la intimidad, con cariño y con respeto.
Es innegable que cuando hemos errado y la persona a quien hemos herido nos mira a los ojos y nos abraza desde el perdón, la sensación de alivio y el amor profundo que se esconde llena nuestro corazón de una manera plena. No es lo mismo que “imaginemos” que nos han perdonado o que nos “escriban” que nos han perdonado. Un rostro arrepentido y un rostro que perdona, cuando se miran cara a cara, entran en una relación mucho más profunda de la que entrarían a través de un simple mensaje. Las redes sociales están bien, pero no van a colmar nunca un cara a cara. Un emoticono nunca equivaldrá a un abrazo. Enviar un mensaje diciendo “te perdono” jamás será igual a una mirada y una sonrisa sinceros.
El Señor lo sabe. Nos conoce mucho. Nos conoce mejor que nosotros mismos. No va a dejar que dudemos de Su perdón, que nos debatamos en la incertidumbre de si nuestras faltas de amor están o no borradas de nuestro pasado, si nos las tendrá o no en cuenta. El Señor abre los brazos de par en par. Así que, para que recibamos esa tranquilidad y perdón profundos, se presenta en el sacramento de la Confesión y nos perdona Él mismo.
La Reconciliación es un sacramento muy especial. Está muy bien pensado. Nos obliga a parar, a mirar nuestro interior y a observar en qué hemos dejado de amar a Dios y al prójimo. Hace que nos conozcamos a nosotros mismos. Cuanto más nos conocemos, más conocemos a Dios. Nos sienta cara a cara con el sacerdote, a quien le contamos nuestras faltas (según se ve desde fuera, porque a quien realmente las contamos es al Señor). Nos fuerza a decirlas en voz alta, de manera que las oímos, ya no están solo en nuestra mente, sino que en cierto sentido se “materializan”. Cuando las escuchamos somos aún más conscientes. Y tiene importancia, porque otro las escucha. Ya no es solo “cosa tuya”. Y dice que se te perdonan. No hay que ir con máscaras o maquillaje a la confesión. No es una conversación por WhatsApp en la que de vez en cuando escribo “jajajaja” o alargo las vocales y le resto importancia.
El Señor lo sabe todo, no se le engaña, Él te quiere sin maquillaje y sin máscaras. Y quiere que se lo cuentes, a pesar de que Él lo sepa. Porque nos conoce y sabe que en cuanto el sacerdote diga “tus pecados te son perdonados”, nuestro corazón se va a tranquilizar de verdad. Se va a calmar. La calma va a inundar la tempestad que antes había. Alí Agca podía “pensar” que San Juan Pablo II le había perdonado, pero no lo supo con certeza hasta que el Papa se lo dijo. Ahí es cuando respiramos tranquilos.
Tus pecados quedan perdonados de verdad. Jesús lo dice: “a quienes perdonéis los pecados, estos les son perdonados” (Jn 20:23). Él mismo pidió que hubiera alguien a quien contarle nuestras faltas, Él mismo instauró el sacramento de la Confesión. Sabe que necesitamos oír que nos han perdonado. Y ese perdón tiene más relevancia cuando nosotros mismos somos plenamente conscientes de en qué hemos fallado. Así amaremos más: “si demuestra tanto amor, es porque le han sido perdonados sus muchos pecados. A quien poco se le perdona, poco amor manifiesta” (Lc 7, 36-50).
Cuando hemos herido a alguien y nos ha perdonado, tratamos de no dañarle de nuevo igual. Eso es lo que nos regala la Confesión. No solo nos perdona lo pasado, sino que el Señor nos da fuerza para no hacerlo en igual medida en el futuro. Poco a poco nos fortalece, nos hace conocernos, saber en qué fallamos, tener más cuidado, amar más, ser más agradecidos, estar más cerca de Dios.
Nos imponen una pequeña penitencia, una manera a través de la cual podamos “reparar” ese daño. Así somos conscientes de que, después de haber sido perdonados, hay que tratar de enmendarlo. Por ejemplo, si hemos mentido sobre alguien, no sólo no volver a hacerlo, sino hacer ver a los demás que esa persona no hizo lo que dijimos. Reparar su reputación. Y confiar en el Señor. Que ya no se acuerda de nuestras faltas cuando las ha perdonado. Estamos bajo Su manto blanco (Él y yo, G. Bossis).