Por Manuel de Toro
La fiesta de San Antón es todo un acontecimiento en Jaén. A la populosa carrera urbana, le siguen las vecinales hogueras, que calientan la gélida noche festiva; familia y amigos se reúnen en torno a ellas a comer rosetas y a disfrutar de la compañía.
Ya bien entrada la noche, la gente se despereza del letargo producido por el calor del fuego y vuelven a casa. En ese camino de vuelta al hogar, una amiga y yo conversábamos sobre el noviazgo en estos tiempos. Dicha conversación fue fluyendo hasta que nos detuvimos en el siempre espinoso tema de los celos, por todos conocidos y seguramente vividos en primera persona. Los celos son una inseguridad o desconfianza, propia o infundada, de uno frente al otro. Que sean una inseguridad personal es claro, pero: ¿pueden ser infundados también?
A día de hoy, mi generación ha heredado el debate de si es posible la amistad entre hombre y mujer. Aquellos que sostienen su imposibilidad suelen argüir que, tarde o temprano, uno de los dos acabará enamorándose del otro ¡Parece que conciben la amistad como un pulso en el que uno debe ganar!
Pienso que este argumento está mal escogido por los que creen en la inexistencia de esta amistad. De hecho, creo que este alegato es propio de aquellos que contemplamos como veraz la amistad entre ambos y el mayor ejemplo lo encontramos en el matrimonio; sólo un matrimonio (y antes un noviazgo) es la expresión de una desinteresada y verdadera amistad entre un hombre y una mujer.
Volviendo al asunto. En muchas ocasiones, hay una confusión entre amistad y noviazgo. El segundo requiere de una exclusividad para que florezca y, también, para que se mantenga; mientras que para la primera no es necesaria. El problema está en que, a medida que la chispa inicial va expirando, cuesta seguir perseverando en mantener viva dicha exclusividad del noviazgo. Generalmente, en este momento pueden hacer aparición los amiguitos y las amiguitas de cada uno para embarrarlo todo y es posible que la zozobra pueda tornarse en nuestra conductora y llevarnos por el mal camino. La angustia se apodera de nosotros y nos preguntamos límites y diferencias entre ambas relaciones.
La exclusividad tiene mucho de complicidad, mas ésta no sólo se caracteriza por una espontánea «conexión», sino que esconde mucho trabajo; esta complicidad es fruto de muchas conversaciones profundas y banales, paseos, risas, disgustos y rabietas, ilusiones y desilusiones, luchas y caídas, etc.
Hoy en día muchos desisten en la tarea y abandonan. Algunos se angustian pensando por qué nos cuesta tanto amar, por qué antes saber amarse parecía algo conocido entre todos. Por ahí pululan muchas conjeturas de cómo hemos llegado a esta situación. Unos que si quizá la sociedad que nos ha parido tiene algo de culpa al educarnos en una constante instantaneidad (lo importante en esta vida es tenerlo todo cuanto antes). Otros que si el constante progreso que hemos experimentado ha matado todo romanticismo y la belleza en esto de amar.
Quizás muchas de estas teorías e ideas tengan su parte de razón. Lo que está claro es que, al final, sólo los que perseveren (unidos) se salvarán.