Quizá -ese quizá que con tanta fuerza expresó Ratzinger al inicio de su “Introducción al cristianismo”- nuestra vida tenga un sentido mucho mayor del que vislumbramos en tinieblas. La Navidad, en gran medida, desvela de un modo paradójico en la fe qué es vivir, qué es estar en manos de otros que nos cuidan y qué es introducirse en la historia. “María envuelve en pañales” es leído con frecuencia en paralelo con el velo que protege en el Templo de Jerusalén la presencia del Dios con nosotros. Este niño, en la carne, asume una vocación de permanencia en su filiación divina, esencia de la salvación que ofrece al mundo.
Lo más normal, pienso yo, es vivirse envueltos en el misterio. Incluso los filósofos y sabios que niegan a Dios no pueden verse a sí mismos, ni conocerse a sí mismos, ni penetrar en los enigmas del mundo con facilidad. Estamos a la intemperie de los acontecimientos y sucesos. Nuestra piel, que no siempre es fina y es capaz de una resistencia insólita hasta la muerte, vive en el contacto diario con lo que ocurre y las personas que nos encontramos. Hay roces y caricias que nos dicen que no estamos solos. Y el corazón sabe muchas cosas que es incapaz de explicarse con el mismo lenguaje con el que se investiga el universo, las especies de plantas, el movimiento de los animales. Tenemos una íntima y permanente conexión con el misterio.
Para reduplicar este misterio, no para negarlo, los cristianos buscamos vivir todo desde un prisma mucho mayor que nuestra sola razón o nuestra sola confianza espontánea en la vida. En Cristo, decimos que se nos ha dado un camino que nos hace alcanzar una Palabra que, en el amor y la misericordia, da sentido al mundo, nos coloca de un modo concreto con una vocación que es respuesta a una llamada.
Nuestros contemporáneos, que viven como todos los demás de carne y hueso, también viven en la necesidad de salvación y la creencia en ella, mucho más que en la precariedad y la soledad sin sentido. Incluso quienes quieren negar todo, parece que se afirman a sí mismos sin poder llegar con su sola palabra hasta el final. Estamos enclavados en la encrucijada existencial y relacional de la salvación. En el corazón de toda persona permanece la promesa de su llegada. Si no es hoy, será mañana. Pero será. No está en nuestras manos, pero será.
A esta confianza fundamental en la que permanecemos en la fe unidos a Dios por medio de Cristo, se une otro misterio aún más visible. En la tradición católica se llama sacramento -en latín- a lo que en griego se decía sencillamente misterio. Se celebra para ver lo que no es directamente accesible. Se celebra para mostrar. Y la vida entera se convierte en fiesta. Como hoy, que celebramos el paso de Benedicto XVI al Padre después de un duro camino responsable y entregado en su ministerio petrino, que él gustaba en remarcar que era la sucesión de un pescador.
En la Iglesia, en esta reunión y asamblea, en esta fraternidad de corazón y acción, no se elimina el misterio de la vida sino que se hace audible, se vuelve capaz de ser interpretado a la luz de la fe, en la hermenéutica del amor. No se tapa, no se esconde, no se arrincona. Se focaliza la atención común en la gracia que nos viene dada como don por Cristo y se recibe para que transforme el mundo en Reino, la oscuridad en Luz, lo insulso en Sal.
Muchas gracias, Benedicto XVI por su entrega al servicio de la comunión y su respuesta fiel a la Iglesia que nos abre a la fe en Cristo. Gracias por cuidarnos, por iluminar nuestras comunidades, por impulsar el crecimiento de la Iglesia en el siglo XXI.
José Fernando Juan @josefer_juan