«Si en esta hora tardía de mi vida miro hacia atrás y repaso las décadas por las que he pasado, veo en primer lugar cuántas razones tengo para dar gracias. En primer lugar, doy gracias a Dios mismo, dador de todo bien, que me dio la vida y me guió en diversos momentos de confusión; siempre me levantó cuando empecé a resbalar y siempre me devolvió la luz de su semblante.
En retrospectiva veo y comprendo que incluso los tramos oscuros y agotadores de este viaje fueron para mi salvación y que fue en ellos donde Él me guio bien. Doy las gracias a mis padres, que me dieron la vida en una época difícil y que, a costa de grandes sacrificios, con su amor me prepararon una magnífica morada que, como una luz clara, ilumina todos mis días hasta el día de hoy.
La lúcida fe de mi padre nos enseñó a los niños a creer, y como señal siempre se ha mantenido firme en medio de todos mis logros científicos; la profunda devoción y la gran bondad de mi madre son un legado que nunca podré agradecerle lo suficiente.
Mi hermana me ha asistido durante décadas desinteresadamente y con afectuoso cuidado; mi hermano, con la lucidez de sus juicios, su vigorosa resolución y la serenidad de su corazón, me ha allanado siempre el camino; sin este constante precederme y acompañarme, no habría podido encontrar la senda correcta.
De corazón doy gracias a Dios por los muchos amigos, hombres y mujeres, que siempre ha puesto a mi lado; por los colaboradores en todas las etapas de mi camino; por los profesores y alumnos que me ha dado. Con gratitud los encomiendo a Su bondad.
Y quiero dar gracias al Señor por mi hermosa patria en los Prealpes bávaros, en la que siempre he visto brillar el esplendor del Creador mismo. Doy las gracias al pueblo de mi patria porque en él he experimentado una y otra vez la belleza de la fe.
Rezo para que nuestra tierra siga siendo una tierra de fe y os ruego, queridos compatriotas: no os dejéis apartar de la fe. Y, por último, doy gracias a Dios por toda la belleza que he podido experimentar en todas las etapas de mi viaje, pero especialmente en Roma y en Italia, que se ha convertido en mi segunda patria.
A todos aquellos a los que he hecho daño de alguna manera, les pido perdón de todo corazón. Lo que antes dije a mis compatriotas, lo digo ahora a todos los que en la Iglesia están confiados a mi servicio: ¡manteneos firmes en la fe! No os dejéis confundir. A menudo parece como si la ciencia -las ciencias naturales, por una parte, y la investigación histórica (especialmente la exégesis de la Sagrada Escritura), por otra- pudiera ofrecer resultados irrefutables en desacuerdo con la fe católica.
He vivido las transformaciones de las ciencias naturales desde hace mucho tiempo, y he podido comprobar cómo, por el contrario, las aparentes certezas contra la fe se han desvanecido, demostrando no ser ciencia, sino interpretaciones filosóficas sólo aparentemente pertenecientes a la ciencia; del mismo modo que, por otra parte, es en el diálogo con las ciencias naturales como también la fe ha aprendido a comprender mejor el límite del alcance de sus pretensiones, y por tanto su especificidad.
Hace ya sesenta años que acompaño el camino de la Teología, en particular de las ciencias bíblicas, y con la sucesión de las diferentes generaciones he visto derrumbarse tesis que parecían inamovibles, demostrando ser meras hipótesis: la generación liberal (Harnack, Jülicher, etc.), la generación existencialista (Bultmann, etc.), la generación marxista.
He visto y veo cómo de la maraña de hipótesis ha surgido y vuelve a surgir lo razonable de la fe. Jesucristo es verdaderamente el camino, la verdad y la vida, y la Iglesia, con todas sus insuficiencias, es verdaderamente su cuerpo.
Por último, pido humildemente: rezad por mí, para que el Señor, a pesar de todos mis pecados e insuficiencias, me reciba en las moradas eternas. A todos los que me son confiados, día a día, va mi oración de corazón.»
Fuente: Aciprensa