Por Lucas Buch
Benedicto XVI se ha ido como vivió: discretamente, en silencio, con gran serenidad. A los pocos meses de ser elegido como sucesor de san Pedro, Vittorio Messori escribió un artículo en que lo comparaba con su predecesor. San Juan Pablo II había sabido conectar con las multitudes; se sentía a gusto rodeado de miles de personas. Benedicto, en cambio, parecía no encontrarse tan cómodo en ese contexto; prefería el uno a uno, el rostro individual, la persona con una historia única. Para Messori, eso lo convertía en un Papa posmoderno: alguien que no cree en los grandes sistemas, sino que busca al ser humano en su singularidad irrepetible. Eso no lo hacía mejor ni peor que el gran Papa que le precedió: eran distintos y complementarios, como demostró su trabajo en común durante las últimas décadas del siglo XX.
Estos días se publicarán muchos perfiles biográficos del Papa alemán. En realidad, solo la historia nos permitirá calibrar su grandeza. Por eso —y porque los demás serán mejores—, en lugar de añadir un retrato más a esa galería, quisiera proponer algunas lecturas que sirven para acercarse a su figura. No creo que le disguste esta opción, teniendo en cuenta que en el seminario era conocido como el Bücher-Ratz, «el Ratz(inger) de los libros».
Comienzo por una pequeña gran obra: Mi vida (1927-1977). Se trata de unas sencillas memorias que recogen recuerdos, desde la infancia hasta su ordenación episcopal. Aunque es un volumen de pocas páginas, permite acercarse a su personalidad por una vía directa. Además, al describir en la última parte los motivos de su propio escudo episcopal, él mismo hizo —tal vez sin proponérselo— una cierta profecía de lo que iba a ser la segunda mitad de su vida. Junto a este, La sal de la tierra, que es la primera de las cuatro entrevistas que le hizo su biógrafo, Peter Seewald. Tiene la gracia de que, al hacerla, el entrevistador no era precisamente un fan de Joseph Ratzinger. En muchas preguntas le pone contra las cuerdas; pero él no pierde la serenidad, responde con su claridad habitual y la conversación sigue adelante.
Dos libritos ahora para acercarnos a algunas facetas menos conocidas. El primero, El profesor Ratzinger, de G. Valente Es un volumen ágil, que se lee de un tirón, en el que se recogen muchas anécdotas de los años en que Benedicto XVI pudo dedicarse a su vocación primera: la teología. Comienza con sus estudios y recorre su docencia en distintas Universidades, su trabajo en el Concilio, su relación con otros profesores… hasta llegar a las reuniones que tenía —siendo ya arzobispo y luego cardenal— con antiguos doctorandos. Recoge muchos testimonios y recuerdos de maestros, colegas y alumnos. Uno de estos, por ejemplo, apunta que «había como reformulado el modo de dar clase. Leía las lecciones en la cocina a su hermana María, que era una persona inteligente pero no había estudiado teología. Y si su hermana manifestaba su satisfacción, era para él un signo de que la lección iba bien». Otro libro sorprendente es La humildad de Benedicto, escrito por A. Monda. Explora algunos aspectos de su personalidad que han pasado desapercibidos a los grandes medios de comunicación. Su humildad, claro, que da título al volumen, pero también su (serena) alegría. En una preciosa meditación, afirmaba Ratzinger: «Una de las reglas fundamentales del discernimiento de espíritus podría rezar: donde hay tristeza, donde muere el humor, allí no está ciertamente el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesucristo. Al revés, la alegría es una señal de gracia». En otro lugar reconocía en la alegría el hilo conductor de todo su pensamiento. El librito de Monda permite tener enseguida una visión de conjunto de estos temas, quizá poco conocidos.
Tratándose de un Papa teólogo, algo habrá que añadir sobre sus ideas. Claro que aquí la recomendación de una obra sola se convierte en una misión imposible… Joseph Ratzinger ha sido testigo y protagonista de la renovación teológica del siglo XX. Perteneció a la generación que tomó el testigo de los pioneros —Daniélou, Congar, von Balthasar, de Lubac…— y que tuvo como tarea la de encarnar en la vida de la Iglesia las riquezas que aquellos habían sabido recuperar. Tuvo un papel activo en los trabajos del Concilio Vaticano II, y asistió, también en primera línea, a las tormentas que lo siguieron. Fue una figura clave en el magisterio de Juan Pablo II, y especialmente en la elaboración del Catecismo de la Iglesia Católica. Con este marco, ¿por dónde empezar? Quien esté interesado en una panorámica, o en asomarse a algún ámbito en particular de su variada obra, puede consultar La teología de Joseph Ratzinger, del profesor P. Blanco. Aunque es un texto de una cierta complejidad, permite hacerse una idea de sus distintas propuestas; además, es posible centrarse en un capítulo o dos, los que correspondan a las cuestiones que más atraigan al lector. Y quien prefiera leer directamente sus escritos… hará muy bien, pero tendrá que ver primero qué temas prefiere explorar. Una visión bastante completa de su teología se logra leyendo su Jesús de Nazaret, que es mucho más que una vida de Cristo. Al hilo de la enseñanza del Señor, propone una visión cristiana del mundo y ofrece repuestas a muchas preguntas actuales. Los más intelectuales disfrutarán —como tantos han disfrutado ya— su Introducción al cristianismo, que es el fruto de un curso dictado en Alemania en los años sesenta y que ciertamente no ha perdido actualidad. Finalmente, quien quiera conocer lo que pensaba del tiempo al que nos acercamos puede leer Fe y futuro, o bien sus Últimas conversaciones.
Con el Papa Ratzinger termina simbólicamente toda una época de la Iglesia contemporánea. Conoció muy de cerca —¡más de veinte años como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe!— el lado más oscuro de la Esposa de Cristo; y sin embargo se mantuvo fiel a ella, a su lado mejor o, por usar la imagen que él mismo proponía, a la luz que la ilumina Renunció a los tantos tejemanejes mundanos que siguen ensuciándola, y expresó su fe en el misterio que la sostiene al sorprender al mundo, hace ya casi diez años, con su renuncia a la sede romana. Ahora ha fallecido y, tras esa Pascua que ninguno consigue evitar, se habrá presentado frente al rostro de Aquél a quien siempre buscó. No es casual que, en las cubiertas de la primera edición de su obra sobre Jesús, pudieran leerse las palabras del salmo: «De ti ha dicho mi corazón: “Busca su rostro”. Sí, tu rostro, Señor, es lo que busco; no me ocultes tu rostro, no rechaces irritado a tu siervo» (Sal 27, 8-9).
Lucas Buch