Por Ernesto Juliá
La Navidad nos invita a contemplar al Niño Jesús en los brazos de su Madre, Santa María, y ante la cariñosa mirada de san José, que se acerca a nosotros en el silencio, en el misterio de la primera vez, de la única vez, de la eterna vez, que ha venido a la tierra.
El nacimiento de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre -que no fue noticia en ninguno de los medios de comunicación de la época- seguirá vivo, actual, siendo “noticia” en el silencio, en el misterio, hasta el fin del mundo. Y sólo en el silencio, en recogimiento ante el Misterio de este Nacimiento, desentrañamos el misterio sembrado y escondido en nuestro propio vivir, en nuestro propio nacer.
Conscientes de su poder y de su capacidad, hay hombres que se resisten a admitir lo que no entra en su cabeza, y han dado en calificar de “incomprensible” todo lo que no entienden, para quitarle así el derecho a existir. Ante el Misterio del Portal de Belén, cierran los ojos para no ver el Misterio hecho realidad, y realidad tangible.
Hay hombres que se han ido cerrando el camino para llegar a entender alguna vez el misterio de su nacimiento, el misterio de su vida, el misterio de su muerte de cada día; el misterio del vivir y del morir que tiene delante de sus ojos en un rincón cualquiera de su casa, de su oficina, de su mundo.
Y, sin embargo, hay contados momentos en la historia personal de cada ser humano, en los que se hace necesario situarse ante “lo incomprensible”, ante el misterio: un llanto, una sonrisa, un dolor, una tenue llovizna…, destrozan los pequeños ídolos, los pequeños modelos de sí mismo, que cada uno haya podido fabricarse, y le hacen volver fugazmente al abismo del misterio, al abismo de la realidad.
En el pesebre de Belén está la más asombrosa realidad hecha Misterio; el más asombroso Misterio escondido en la realidad: el Hijo de Dios hecho hombre, que se duerme en los brazos de la mujer que le dio a luz, que sonríe al escuchar las palabras de un hombre que protege a su madre y a Él, José. Quizá la tierra ha sido creada, y con ella los hombres, para vivir un día la venida del Creador.
En estos días de Navidad, el hombre vuelve a apreciar el sabor de algo que desconoce, de algo que le sobrepasa y le sobrecoge, de algo “incomprensible”, una luz inexplicable, como un recuerdo de algo que quizá aprendió en el seno de su madre.
¿Es nostalgia de Dios? ¿Es el eco de las conversaciones de Adán con Dios en el Paraíso, transmitido de generación en generación, como el ruido del primer big-bang del universo?
En el silencio y en el Misterio del Nacimiento de Cristo, Hijo de Dios vivo hecho hombre, nacido de mujer, revive el silencio y el misterio del primer día del mundo, nacido de las manos de Dios en la creación.
El hombre necesita vaciarse de información, de anuncios, de curiosidades banales, y recogerse en sí mismo, adentrarse en su alma más allá de sus propios sentimientos, y de sus propias convicciones sensibles y palpables. En el silencio de su espíritu, aun sumido en preocupaciones, en alegrías, en angustias, anhela poder iniciar un diálogo. Un diálogo en silencio no consigo mismo, sino con ese Niño “envuelto en pañales”, en la soledad, y en el deseo de compartir con las huellas de Dios el misterio de la creación, el misterio de la existencia aquí y ahora.
El diálogo que tantos hombres y mujeres viven con el Niño Jesús, con su Madre María, con San José, mientras contemplan las figuras del belén y caminan con los pastores, con la lechera, con las ovejas y curiosos, hasta el Portal, les va abriendo los ojos del cuerpo y del alma. Es un encuentro personal con Dios que se hace Niño para llenar de luz nuestra obscuridad.
El Misterio “incomprensible”, “inefable”, está a la vista de los pastores en una cuna en el portal de Belén, y estará un día a una altura ligeramente superior a la de un hombre, en el costado abierto de un hombre crucificado. En el Corazón de Cristo abierto en la Cruz.