Por Ernesto Juliá
Su madre se descubrió embarazada de ella al mes de casada. Al regresar del médico, y en compañía de una hermana, se fue a la Catedral a dar gracias a la Virgen, y a ofrecerle a la criatura.
También su padre exultó de gozo. Tardó algunos días en comunicar la noticia a amigos y conocidos. A solas con Dios, en un rincón de una iglesia, lloró de agradecimiento. Gema parecía destinada a ser cabeza de una nutrida generación de hermanos.
La abuela materna preparó con esmero la vestidura blanca del bautizo. La que ya había servido a toda la generación de sus hijos había cumplido su misión, y le pareció una buena cosa adornar la nueva vida con un nuevo aroma.
Ya comenzaba a andar a gatas, cuando unas fiebres llenaron la casa de ansiedad. Eran las primeras que padecía, y el rostro apenado de la pequeña hacía quebrar los nervios de la madre.
La verdad tardó muy poco en descubrirse. Un tumor había tomado posesión de varias partes del cuerpo, y los días que le quedaban de vida no pasarían de dos semanas.
La madre no tuvo consuelo en el entierro. Le costó abandonar el cementerio; sintiendo que dejaba a su pequeña sin protección en medio de las tinieblas de la noche. En la Misa de gloria que se celebró a los pocos días, el sacerdote trató de acompañar el dolor de la madre, uniéndose de corazón a la pena por la pérdida de la hija; y a la vez, le animó a contemplar la sonrisa que Gema le dirigía desde el cielo; agradecida porque le había dado la vida, y más agradecida todavía porque ya estaba gozando de Dios en el cielo.
Desde el entierro, la madre comenzó a ir a Misa con alguna frecuencia, también durante la semana. No sabía explicarlo muy bien, pero había descubierto una inefable presencia de su hija cuando se encontraba delante del Sagrario. Allí no la veía muerta, estaba viva.
Cuando su marido, pasados ya más de cuatro meses de la muerte, le ofreció aprovechas unos días de vacaciones para hacer un viaje, la mujer eligió vivir esos momentos en la paz de la casa. Algo estaba ocurriendo en ella, y por nada del mundo quería hacer cualquier gesto que pudiera romper el encanto.
Una semana después no sabía cómo ocultar su gozo y su sonrojo, a las miras curiosas. Y también esperó todavía un tiempo hasta confirmar la noticia a su marido: estaba embarazada.
Fueron juntos a poner sus esperanzas en las manos de la Virgen María, y rogaron al sacerdote, la bendición del ya concebido para llevar bien la espera del parto.
Con la alegría de la noticia, con el sobresalto de los días, con las preocupaciones de la nueva vida, la madre descubrió con una cierta pena que había pasado ya algún tiempo desde la última visita a la tumba de Gema.
La mañana del domingo, apenas amanecido, preparó un ramo de pequeñas rosas blancas, puso el coche en marcha y se fue al cementerio. Quiso ir sola, Llegó a tiempo de acompañar al guardián en el abrir la puerta. Se le antojo pensar que estaba entrando en el Paraíso.
Después de retirar unas flores ya algo pasadas, y de limpiar el mármol de los restos de las últimas lluvias, permaneció un rato arrodillada ante la pequeña tumba de su hija. No sabía muy bien lo que hacía. Apenas contuvo el deseo de bailar sobre la lápida, y transmitir así a su hija la alegría de su nueva hermana.
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Publicado en Religión Confidencial