«En las lomas del Polo Norte». Segundo Llorente

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En las lomas del Polo Norte es de esos libros que se publicaban en el siglo pasado para despertar en la juventud católica el sentido vocacional y misionero. En Alaska, el P. Llorente conoció cuatro puestos misioneros, el más al norte Kotzebue. Del pueblo esquimal dirá que por aquel entonces era una raza apática y resignada, que se había visto muy perjudicada por el contacto con los blancos, sobre todo por la introducción del licor en sus vidas; pero también entre ellos Dios había elegido almas delicadas y santas.

Al P. Llorente no le pesa la soledad después de haber residido algunos años en los Estados Unidos. Escribe: «En la aglomeración desmesurada de las ciudades modernas el alma se encuentra en una soledad de desierto, anhelando en vano caricias e intimidad mientras el cuerpo sufre cien codazos y pisotones por las aceras, congestionadas de gente con caras hoscas y desconocidas». Para él la solución está en la amabilidad: «Tal vez me engañe, pero creo que el remedio general para curar tantos males es una dosis exagerada de amabilidad, y con ella la paciencia y el optimismo». También lamenta la situación de los jóvenes de los cuales dirá que «arrastran una existencia miserable sin encontrar una persona que los entienda y les diga que pueden levantarse a gran nivel si se ponen a ello con ahinco».

Cuando el P. Llorente llegó a Kotzebue habían pasado por la misión varios sacerdotes, los cuales no se quedaron por la dificultad de comprender la mentalidad de los esquimales. Al autor le favorecían la naturalidad, paciencia y comprensión ante las situaciones difíciles, lo que le permitió vivir feliz en Alaska durante cuarenta años. Escribe: «Tres son las fuentes de consuelo para un misionero. De menos a más son los niños, la correspondencia y el sagrario». Sobre la correspondencia dirá que es su comunicación con el mundo exterior y que contesta a todas las cartas que recibe, aunque sea con unas pocas líneas. Sobre su devoción, impresiona ver la disciplina con la que vivía su oración diaria.

Leo este libro en una edición antigua -de 1946- y hay dos cuestiones que supongo que se habrán eliminado en las más recientes. La primera son las alabanzas que prodiga el autor al general Franco; hay que tener en cuenta que la República había expulsado de España a los jesuitas y que, como escribe Llorente, «dicen que en la zona republicana están matando sacerdotes». Aun así recuerda cómo uno de sus feligreses mantenía que Franco era un nuevo Atila, un crudelísimo Gengis Khan, ya que lo había leído en un periódico. Ello demuestra que unos ganaron la guerra con las armas y los otros a fuerza de propaganda, hasta nuestros días.

La segunda cuestión que al lector le puede sorprender es la alegría con la que el autor se refiere a la caza de lobos y osos. En el libro encontramos abundantes casos de esquimales y aun de misioneros muertos por las enfermedades o arrastrados por los hielos, el lector asimilará esta información sin pestañear pero que no le hablen de matar focas, osos o lobos, porque le va a costar aceptarlo.

El libro se lee muy bien y está escrito en un castellano castizo que no se debería perder. Estremece leer el temple y la generosidad de aquellos misioneros católicos: jesuitas, ursulinas y Hermanas de la Caridad que acudieron a la llamada de S.S.Pío XI para evangelizar Alaska.

Reseña de Juan Ignacio Encabo par Club del lector