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Hace unos días los empleados municipales comenzaban a colocar en las calles de la ciudad la iluminación propia de la Navidad. Cuanto más importante se presenta un acontecimiento, se requiere una mayor preparación. Si el hecho más trascendental de la historia se acompaña externamente de la mejor decoración, cómo habrá de ser la preparación interior. Esto sucede con la venida o adviento —“adventus” (en latín), parusía (en griego)— de la Natividad de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios.
Esta preparación se acentuó en la Iglesia en el siglo IV en Hispania y las Galias. A partir del siglo VI, en Roma, con Gregorio Magno, se redujo a cuatro semanas. Este “tiempo fuerte” de oración, penitencia y conversión presenta una extraordinaria belleza y riqueza de signos litúrgicos. El contenido teológico del Adviento se presta a distintas interpretaciones. San Bernardo de Claraval establece cuatro venidas de Jesucristo: el nacimiento mediante la Encarnación del Verbo, que supone el inicio de la Redención (primera venida); con la Parusía del Señor según el Apocalipsis (segunda venida), para juzgar a vivos y muertos al final de los tiempos; con la venida para que pueda morar en quien le ame; viene en la Misa y se queda en la Eucaristía. En definitiva, esta venida liberadora del Salvador produce la expectación de todo el orbe, que espera vigilante, alegre y esperanzado.
Uno de los símbolos de esta preparación lo representa la Corona de Adviento. Su origen germánico data de 1839, donde un pastor luterano adornó una rueda de un carro con flores y velas. Algunos puristas critican que esta costumbre no es bíblica y obedece a la cultura pagana; otros entienden que, siguiendo la carta del Apóstol a los romanos, donde abundó el pecado (Adán), sobreabundó la gracia (Jesucristo).
Las cuatro velas significan la luz de Cristo, que nos interpelan para iluminar al mundo.
La corona está formada por hojas perennes de árboles y arbustos (pinos y acebos), que soportan el frío y no se caen, símbolo de la inmortalidad de Cristo, que nos hace partícipes con su venida redentora. Su forma circular, expresa la eternidad de Dios, el alfa y omega. Las cuatro velas significan la luz de Cristo, que nos interpelan para iluminar al mundo. Cada semana se enciende una: la primera manifiesta la esperanza de los profetas, que proclaman la venida del Mesías; la segunda simboliza la fe, como Miqueas había anunciado el nacimiento del Mesías en Belén; la tercera, que coincide con el domingo “Gaudete” (donde el color rosa de los ornamentos sustituye al morado), indica la alegría de los pastores en su humildad; la cuarta anuncia la paz por los ángeles. Ocho días antes de la Navidad, la liturgia eucarística inicia las Antífonas Mayores de Adviento, también conocidas como las “Antífonas de la O”, que fueron compuestas en el siglo VII-VIII; encarnan un resumen del espíritu del Adviento, de los “gemidos inenarrables” de salvación de toda la humanidad.
La antífona de los días (17-24 de diciembre) comienza con la exclamación “Oh” latina seguida de un título mesiánico tomado del Antiguo Testamento: “Sapientia” (Sabiduría), “Adonai” (Señor poderoso), “Radix” (Raíz), “Clavis” (Llave), “Oriens” (Oriente), “Rex” (Rey), “Emmanuel” (Dios con nosotros). Si la primera letra después de la “O” se lee en sentido inverso forman el acróstico “ero cras”, que significa “vendré mañana”.
La principal protagonista de esta venida divina es la Virgen María, con la celebración de la Novena a la Inmaculada Concepción
La principal protagonista de esta venida divina es la Virgen María, con la celebración de la Novena a la Inmaculada Concepción, paradigma de la lucha contra las inclinaciones del pecado original. Después, su esposo San José, que hace las veces de padre del Salvador. Así se recoge de forma genial en las ilustraciones de Tina Walls, “Historia de la Navidad” (Ediciones Palabra), un reciente y maravilloso libro-regalo para jóvenes y mayores, cargado de piedad y de ternura. Otros personajes: San Juan Bautista (el Precursor), Santa Isabel, el Ángel y los Profetas que anuncian la venida (especialmente el libro de Isaías, en expresión de san Jerónimo “un compendio del Evangelio”), Jeremías, Baruc, Sofonías, Samuel, Miqueas, los salmos, el apóstol de las gentes con sus cartas y los cuatro evangelistas.
La lectura y la meditación atenta de los textos de la liturgia de estos días, ayudan a entender y ahondar en los misterios de la fe. De esta forma, incorporamos la expresión griega de origen arameo, recogida en la carta de Pablo de Tarso a los corintios, que la primitiva cristiandad repetía: “¡Marana tha!”, Ven, Señor Jesús.