Por Marta Mata España
¿A o B? ¿Esto o lo otro? ¿Sí o no? La continua y eterna dinámica de la vida: la decisión. Esa amiga nuestra que tantos dolores de cabeza nos produce, que tan difícil nos pone las cosas, que tantas noches nos ha robado de sueño. Esa que nos obliga a elegir, y, por tanto, a perder con su consecuente coste de oportunidad. A su lado muchas veces nos sentimos impotentes, incapaces, paralizados. Llegamos a bloqueos mentales que ya nos hacen dudar de todo; de lo que quiero, de lo que debo, de lo que siento, de lo que razono. Ya le das vueltas hasta a lo más básico, y aún eso se te hace un mundo. ¿Y si me equivoco? ¿Y si esto no me hace feliz? ¿Y si hago daño a alguien con esta decisión? ¿Y si me arrepiento?
Mucho análisis produce parálisis. Y es que cuando entras en ese bucle, cuanto más lo piensas menos entiendes, y cuanto más intentas visualizarlo menos claro lo ves. Es como si el esfuerzo que ponemos en resolver esa cuestión fuera directamente proporcional al cacao que nos montamos en la cabeza; una bola cada vez más y más grande. Pero si -como yo- eres un gran cabezota, esto solo irá acrecentando tu empeño por resolver cuanto antes tu dilema y acabar con ese estado de duda continúa. Te empeñarás un día, y el siguiente, y el siguiente; siempre con la misma falsa motivación “hoy le dedico “x” tiempo, lo pienso bien y me quito esto de encima”. Pero no maja no, que el problema no está en el día, está en la ceguera mental que ya tienes en tu cabeza y que solo alimentas con las tantísimas vueltas que no dejas de darle a lo mismo. Tanta vuelta te ha hecho perder la perspectiva
¿Y qué propones?, estarás pensando. Una mirada de admiración a aquello que te rodea. Te propongo que hoy pares, te relajes, frenes; y salgas al atardecer a dar un paseo por donde quiera que estés, y observes. Observa a la gente con la que te vayas cruzando: sus caras, sus edades, sus voces… te encontrarás con niños jugando en el parque a la salida del cole, con abuelitos dando su paseo, con padres enchaquetados volviendo del trabajo, con universitarios tomando una caña, con trabajadores cerrando su local, con un par de deportistas preparándose una carrera… Seguro que te encontrarás con todo tipo de gente viviendo todo tipo de situaciones. Observa a cada uno, ponte en sus zapatos y pregúntate: ¿Por qué estará hoy aquí? ¿Será feliz? ¿Cuál será su rutina? ¿Qué habrá detrás de esa fachada que es la imagen personal? ¿Grandes alegrías, problemas, ilusiones, tristezas? ¿Se sentirá querido?
Sal de tus cosas. Ve más allá. Mira y pregúntate por lo que te rodea. Cuando tu cabeza va a estallar, es hora de que levantes la mirada y pongas tu foco de atención en otra cosa distinta al problema, y si puede ser en algo o alguien fuera de ti muchísimo mejor. Yo hoy te propongo algo muy sencillo: mira hasta que admires. Si eres de los que te cuesta dejar de pensar, de controlar, de sopesar… de verdad, inténtalo. Busca admirar lo que te rodea, y te aseguro que bajará el volumen de intensidad de ese problema. Si te cuesta confiar y abandonarte en el Jefe; salir y admirar lo pequeño es un primer paso para conseguir ese “Hasta aquí mi negociación con el problema hoy. Ahora me toca dejarlo en tus manos, Señor, y salir a disfrutar de lo sencillo”.
Creo firmemente que si aprendiéramos a ilusionarnos con un atardecer, con un gesto de cariño entre dos personas que tenemos delante, con la risa de un niño, con ese olor que tanto te gusta, con la canción que acaba de empezar a sonar… Si consiguiéramos ver la belleza que esconde esa llamada de tu abuela, esa sonrisa de alguien que te cruzas por la calle, esa brisita a la temperatura perfecta, esa luz dorada con la que se despide el día…
Si lográramos admirarnos con estos pequeños gestos conscientes de su trascendencia sobrenatural, acabaríamos nuestro paseo con una sonrisa que mira al Cielo y le da las gracias a Dios porque: “En el fondo, mi vida no es tan horrible. De hecho, soy una afortunada. De hecho, que pequeño se queda cualquier problema mío al lado de Ti. Que insignificante me parecen mis rayadas cuando me doy cuenta de lo increíble que es todo lo que has creado. Cada detalle pensado: cada risa, cada rayo de luz, cada sensación, cada olor. Qué gustazo salir y ver a la gente feliz por la calle, a las calles bonitas porque están llenas de gente, y sobre todo, ser consciente de que tú, Dios mío, amas con locura a cada una de estas personas que estoy viendo. Qué fuerte pensar que a cada uno le has dado una vocación en la vida, algunos la habrán descubierto ya y otros todavía empiezan sus primeros años, pero todos son infinitamente amados por ti. Y en ese “todos” entro yo, y todos mis problemas; porque me quieres con, a pesar y sobre todo”.
Creo que este esfuerzo inicial por admirar lo más pequeño, como via para aprender a relativizar y abandonarnos, tiene la desproporcionada recompensa de hacernos personas disfrutonas hasta de lo más mínimo, personas con una visión trascendental de las cosas, capaces de ver a Dios en ellas -como Padre y Señor de la creación-, y de agradecerle por cada una. Personas capaces de no vivir “a primera vista” sino de trascender lo superficial para llegar a lo sobrehumano de cada detalle. Esta contemplación de lo cotidiano nos lleva a un diálogo interior con Dios de lo más sencillo que acaba siendo una -bendita- oración callejera con la que vamos aprendiendo a abandonarnos y confiar; y con la que somos capaces de trasladarnos desde lo más mundano y superfluo del lugar en el que nos encontremos, directamente al Cielo, con un simple: ¡Qué pasada! ¡Qué bonito! o ¡Qué gozada!
Contemplar el mundo como medio para salir de nosotros y conocer a quién lo ha creado. Contemplación como forma de darnos cuenta de que Dios no se esconde en las grandes catedrales o Iglesias, ni siquiera en los libros de teología o en las obras más doctas; sino que también nos podemos encontrar con Él en lo insignificante, corriente, rutinario… a veces incluso, en lo imperceptible. Claro que, esto requiere hacernos como niños tanto en su sencillez como en su ilusión por la vida, requiere ser contemplativos en medio del mundo, admirarnos con lo que siempre vemos, asombrarnos con lo acostumbrado, emocionarnos con lo sencillo. Requiere pasar de ser personas con las esperanzas puestas en los grandes acontecimientos para convertirnos en aquellas que buscan con ilusión el afán de cada día: ser felices hoy, aquí, y ahora; con lo que tengo y con lo que me falta, con lo que me pesa y con lo que me alegra, con lo logrado y con lo fracasado, con todo y con nada.
Requiere ser almas que pongan amor en todo lo que hacen y viven, amor que emana de saberse infinitamente amadas por Dios y que va dirigido a querer a los demás y a Él. Requiere alimentar esa alegría interior del alma para que sepamos disfrutar con poco, y queramos que los demás hagan lo mismo. Requiere ver lo que tiene de especial y único cada día y cada persona. Ver la novedad en lo ordinario, la emoción en la rutina, el placer en las tareas… Suena a un increíble que roza lo imposible, pero es la paradójica lógica de quien mira hasta admirar, hasta ilusionarse, hasta encontrarle, y eso, le basta para terminar mirando al Cielo sonriendo.
¿Ves cómo todo era más sencillo de lo que parecía para salir de ese bloqueo mental por el que te traía ese dilema? ¿Ves cómo solo era cuestión de ampliar la mirada y volver a descansar en lo importante? Bastaba con mirar a tu alrededor y saber apreciar la espectacular belleza escondida en lo que te rodea. Bastaba con pararse y contemplar hasta descubrir lo impresionante de lo sencillo, la grandeza de lo pequeño. Bastaba con pedir a Dios al principio del paseo que nos diera esa sensibilidad propia de almas del Cielo capaces de ver lo sobrenatural de cada detalle. Bastaba con atreverse a soltar el problema y cambiar la mirada; de una que preocupadísima solo atendía una preocupación, a otra que con ilusión abarca más allá de su “yo” queriendo confiar y ser consciente de lo realmente importante. Solo había que hacerse niña que con ilusión, cariño y alegría mira buscando admirar aquello que Dios le ha regalado.
Al fin y al cabo, la fe no es solo creer en lo que no vemos, también es saber ver lo que otros no ven.