No es fácil. No es fácil reducir y simplificar una historia de amor y lo que conlleva, cada sentimiento, pensamiento y situación vividos. Me llamo Ignacio, tengo 27 años y eso es lo que voy a tratar de hacer, contar mi historia de amor con el Señor.
No es una historia lineal, sino que está llena de altibajos, curvas y caídas. Pero a cada paso atrás, a cada desviación del camino, le sigue un momento de levantarme, sacudirme el polvo y continuar avanzando con más ganas que antes. Y este es uno de los ejes sobre los que pivota mi historia. Pero no empecemos la casa por el tejado…
Mi infancia y adolescencia se pueden resumir en un sentimiento: felicidad. Mi familia es, o era, quiero pensar; una de tantas en esta época, de las que común e incongruentemente se denominan “creyentes, pero no practicantes”, con una manera de ver la fe más como tradición que otra cosa. Por suerte, mis padres decidieron que fuera a un colegio donde recibí una educación y formación religiosa, así como los Sacramentos del Bautismo, Comunión y Confirmación (como he dicho, porque era lo que “tocaba” en cada momento).
Hasta los 17 años, mi relación con Dios podría decirse que era unidireccional. Yo iba a misa, me confesaba, asistía a Adoraciones y formaciones, pero simplemente porque era parte del día a día en el colegio. Lo veía como una obligación y mi interés no iba más allá, no estaba dispuesto a acercarme a Él de verdad ni dejar que entrara en mi vida.
A pesar de ello, como he dicho fue una etapa muy feliz. Tenía una familia unida, un grupo maravilloso de amigos y en lo académico todo me iba genial.
Al cumplir la mayoría de edad, me fui a Madrid a estudiar la carrera y comenzaron los años más complicados de mi vida. Llegué con muchas ganas, pero mal enfocado. Me descontrolé completamente con la fiesta, trasnochando y desfasando día sí y día también. Dejé mis estudios relegados a un segundo, o tercer, plano…
Por supuesto, este descontrol tenía más consecuencias. Cada vez profundizaba más en el mundo de la noche, empecé a trabajar promocionando y organizando discotecas, por lo que llegó un punto en que vivía más de noche que de día. Me juntaba con gente poco recomendable, también desviada del camino correcto en la vida, el alcohol estaba presente casi en mi día a día y los “líos de una noche” eran algo habitual. Sin embargo, nunca tuve la tentación de probar las drogas, algo por lo que le doy gracias a Dios.
En estos momentos, mi relación con Dios había pasado a ser nula. Cuando salí del ambiente en el que me había criado, llené mi cabeza y mi corazón de cosas mundanas y no dejé ni un resquicio de tiempo que dedicarle al Señor, pasé entre 5 y 6 años de mi vida sin dedicar ni un pensamiento ni un minuto de tiempo a Dios.
Mi día a día y todo mi mundo se derrumbaron de repente en Junio del año 2017, cuando mi madre falleció a causa de un cáncer muy agresivo, apenas unos meses más tarde de que se lo diagnosticaran. Es justo en estos momentos cuando el Señor vuelve a mi cabeza después de muchos años, unas horas antes de que mi madre falleciese recuerdo llamar a mi padre muy preocupado porque mi madre se hubiese confesado y recibido la extremaunción. Cuando me dijo que sí, sentí una paz interior que hacía mucho tiempo que no experimentaba.
Es curioso porque, como he dicho, llevaba años sin pensar siquiera en Dios. Ahora, observando con perspectiva, soy consciente de que, en el fondo de mi ser, yo siempre he tenido fe; he creído en la existencia de Dios y he tenido la certeza de que estaba ahí, simplemente no estaba dispuesto a renunciar a la felicidad efímera y mundana para dedicarle tiempo a Él.
La muerte de mi madre ha sido un punto de inflexión en mi vida. Tomé la decisión de enderezar mi camino, dejé de trabajar por las noches y me centré en terminar mis estudios. Sin embargo, no supuso un cambio en mi relación con Dios, seguía sin tenerlo presente en mi vida ni dedicarle tiempo alguno.
Este cambio vino un par de años más tarde, de la mano de un angelito que el Señor puso en mi camino. Empecé a salir con una chica que, al contrario que yo en ese momento, sí que tenía a Dios en el centro de su vida. Volví a ir a misa después de años, aunque al principio solo fuese por acompañarla, ya que a ella le hacía ilusión que fuésemos juntos. Me enseñó a vivir un noviazgo cristiano y, por ende, sano; con Dios en el centro. Yo había tenido otra relación varios años antes en la que Dios no estaba presente en ningún aspecto y, ahora me doy cuenta, esto es algo fundamental. Sin Él, no se puede.
Volviendo a lo que nos incumbe, retomé mi relación con Dios después de muchos años. Si bien es cierto que era otra vez un poco “por compromiso”. Esto cambió completamente cuando hice el retiro de Effetá. Mucha gente dice que este retiro te cambia la vida, en mi caso no fue así; a mí me cambió la manera de ver la vida y de vivirla. Fui consciente de la medida sin medida del amor de Dios y me di cuenta de que Él siempre había estado a mi lado, en los peores y en los mejores momentos, y que era yo el que no quería verle.
Ahora que ya ha pasado un tiempo de todo esto, mantengo una relación a diario con el Señor. He aprendido a tenerlo presente y en el centro de mi vida. Evidentemente vivir no es un camino de rosas, soy humano y por eso fallo y me equivoco, además constantemente; la diferencia con cuando no tenía presente a Dios es lo que dije al principio, las ganas y el ánimo para levantarme cada vez que me caigo, para seguir queriendo hacer las cosas bien a pesar de mis errores, con el Señor a mi lado.
Ignacio