Por Fabio R. Benavente
María guardaba todas estas cosas en su corazón…”
Cuando el amor limpio y sincero anda por medio, la disciplina no supone peso, aunque cueste, porque une al Amado (Surco, 415).
Como grandes amigos del alma andan por los senderos de la vida cristiana el amor y el servicio. Sintiéndonos verdaderos hijos de Dios, debemos no desfallecer en la tarea: estudiando, trabajando profesionalmente, en nuestros quehaceres diarios, en nuestras relaciones sociales y mucho menos ¡en nuestra práctica!
Sin salir de esta consideración, debemos recordar el porqué de nuestra vida, que no es sino Cristo, Cristo en la Santa Cruz, desde donde nos manda diariamente el mensaje más bello de todos que es su amor y su perdón. Al igual que ponemos de nuestro empeño en conseguir un aprobado, un obsequio o un triunfo, tomemos cada día de nuestra vida como una gran oportunidad para persistir en la oración.
Persistir en mirar hacia las maravillas de la simpleza para obrar grandes cosas, que no son sino peticiones de nuestro Padre. Ahondar con severa voluntad en el servicio más bonito que nos regalaron a todos: el Amor. Un amor con mayúscula que nos invita a tomarnos sin desfallecer el motivo de nuestro despertar, de nuestra vocación, de nuestro objetivo durante una larga mañana de estudio.
Todos, con un gran corazón palpitante y vivo, aprovechemos para no aplazar ni posponer, sino ofrecer y servir.
Personalmente, un detalle que apacigua mis errores y me motiva a no desfallecer en mis quehaceres ordinarios son las llagas de Cristo en la Cruz. Cada vez que se despiertan en mí aquellas voces tan desagradables de la pereza y la distracción, dirijo la mirada a las llagas de nuestro Padre para rápidamente cerciorarme de la inutilidad que mostramos a veces y con urgencia continuar con mi labor. De igual manera, se trata de moldear nuestros errores, de darle forma a nuestras imperfecciones y ofrecérselas al Señor, pues oportunamente darán el mejor de los frutos y concluirán en preciosos resultados. Estos últimos, alguna que otra vez no resultan de nuestro agrado y quizás no son lo que esperábamos, pero ese es el centro del servicio, abandonarse en Cristo.
Ojo, que las obsesiones y los gritos en abundancia son terribles, no se trata de orar en voz alta por las esquinas de las sinagogas como hacen muchos, sino de trabajar la oración con compromiso, ordinariamente.
Alfombras de suave lana para que pisen blando otros, con ese cariño debemos de trabajar nuestro abandono en Cristo.
Con esa ternura y fraternidad, siendo herramientas oxidadas e imperfectas conseguiremos mejorar nuestra relación con ese gran amigo que tanto quería María la Virgen, el servicio.
Siempre digo que los enamorados nunca se dicen adiós, se acompañan siempre. Ojalá que en nuestra oración siempre esté presente el cariño por nuestro Padre, que tanto carga, tanto escucha y tanto ve.
¡Ánimo con vuestra labor!