Santa Cecilia de Roma

Catequesis

Francisco Draco Lizárraga

Santa Cecilia nació en Roma alrededor del año 210 de nuestra era. Se conocen muy pocos detalles sobre su vida temprana, pero se sabe que provenía de una familia de la aristocracia romana y que fue educada en el cristianismo desde su infancia. Aparentemente, fue su madre quien le transmitió el amor por las cosas de Dios y quien la enseñó a ejercer la caridad. Según lo que consta en las Actas de los mártires, desde su adolescencia comenzó a practicar de manera regular el ayuno y la penitencia, portando un vestido de sayal debajo de las suntuosas túnicas propias de los patricios romanos.

Cuando cumplió 15 años de edad, la joven consagró su virginidad a Nuestro Señor

Cuando cumplió 15 años de edad, la joven consagró su virginidad a Nuestro Señor y empezó a asistir diariamente a la Santa Misa en las catacumbas cercanas a la Vía Apia, donde oficiaba el papa San Urbano I. Así mismo, repartía limosna y ropa a los pobres cada vez que salía de las celebraciones, por lo que pronto muchos menesterosos de Roma comenzaron a congregarse a la salida de estas catacumbas. No obstante, esto no duró mucho tiempo pues su padre, que si bien era cristiano pero no realmente practicante, arregló que Cecilia se casara con otro joven patricio llamado Valeriano, quien era pagano. Aunque esto la apesadumbró, la noble doncella obedeció a su padre y finalmente se casó con el otro aristócrata.

El día de la boda, mientras los invitados se divertían y los músicos tocaban, Cecilia se apartó a un rincón, donde refrendó su consagración a Dios y le cantó desde el corazón para alabarlo y pedirle ayuda en esta prueba. Cuando llegó la noche y los jóvenes esposos se retiraron a su dormitorio, y la joven, armándose de gran valor, le dijo a Valeriano: “Tengo que contarte un secreto.

Has de saber que un ángel de Nuestro Señor vela por mí. Si me tocas como si yo fuera tu esposa, el ángel se enfurecerá y sufrirás terribles consecuencias. En cambio, si me respetas, el ángel te amará como me ama a mí”.

El joven, quien pese a ser pagano no era de mal corazón y genuinamente quería a su cónyuge, le respondió: “Muéstramelo. Si es realmente un ángel de Dios, haré lo que me pides”. Cecilia le dijo que para verlo primero tenía que creer en el único Dios vivo y verdadero y bautizarse. Valeriano accedió, y a la mañana siguiente fue a buscar al papa Urbano.

El Sumo Pontífice recibió al joven con gran gusto, sobre todo al saber que había venido por petición de Cecilia, a quien estimaba sinceramente. Luego de darle una profunda catequesis sobre Nuestro Señor Jesucristo y su doctrina, tomó la Santa Biblia y leyó en voz alta el siguiente pasaje de la carta del apóstol San Pablo a los Efesios (4:5-6): “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos”. Después, le preguntó si creía en esto, a lo cual Valeriano contestó firmemente que sí y el papa lo bautizó. Cuando regresó a su casa, el joven en efecto vio a un ángel junto a su esposa, el cual le puso a ambos una guirnalda de rosas y lirios.

Unos días después, Tiburcio, hermano de Valeriano, fue a visitarlos y quedó muy sorprendido cuando éste último le habló sobre su conversión. Aunque en un inicio se mostró incrédulo y se resistía a aceptar la invitación para bautizarse, Cecilia le habló amplia y detalladamente sobre Jesús, sus enseñanzas, muerte y resurrección. Gracias a esto, Tiburcio se interesó en conocer más la Fe cristiana, y se hizo bautizar unos días después. Desde ése momento, los dos hermanos se dedicaron a practicar las buenas obras y a dar testimonio de Cristo.

Una de las obras más practicadas por los hermanos era sepultar los cuerpos de los mártires y orar por su eterno descanso, lo cual llamó la atención del prefecto Almaquio, quien los citó para interrogarlos. Tanto Valeriano como Tiburcio le hablaron sobre la vida eterna y que Dios, a través del Espíritu Santo, era quien les dictaba las respuestas para su interrogador. Al prefecto todo esto le pareció un desvarío, así que los instó a hacer un sacrificio a los dioses romanos para probar si aún eran leales al Imperio, pero ellos replicaron que no darían ningún sacrificio a ídolos, sino al único Dios verdadero. Almaquio, les preguntó si éste era Júpiter, lo cual ambos negaron rotundamente y dijeron que Jesucristo era su Dios y Señor. Con esto, el prefecto ordenó que azotasen a los dos hermanos.

Dado a que Tiburcio y Valeriano eran patricios, Almaquio no los condenó a muerte de inmediato, pero después de mandarlos a azotar en público, les preguntó si realmente estaban dispuestos a morir en nombre de Cristo. Como ellos contestaron que sí, el prefecto programó su ejecución para el día siguiente, pero no sin antes permitirles que escribiesen su última voluntad.

Temiendo que el Imperio confiscase todos sus bienes, los dos hermanos mandaron una nota a Cecilia para que de inmediato repartiera sus riquezas entre los pobres de Roma, lo cual llevó a cabo ése mismo día. A la mañana siguiente, los jóvenes cristianos fueron decapitados en un paraje llamado Pagus Triopius, a 6 km de Roma. Luego de su ejecución, Cecilia fue a sepultar los cuerpos de su esposo y su cuñado junto con el de otro oficial romano que se declaró cristiano, Máximo.

El prefecto Almaquio no tardó en citar también a Cecilia para interrogarla, y al darse cuenta de que también era cristiana, le mandó que abjurase si no quería ser condenada a muerte.

Naturalmente, la joven se negó y hasta refutó las objeciones que el prefecto le presentaba contra el cristianismo. Muy molesto por todo esto, Almaquio ordenó prisión domiciliaria para la doncella antes de decidirse si la ejecutaría o no.

Durante esos días de cautividad, Cecilia fue visitada por el papa Urbano, sus padres, amigos y demás gente que había conocido. Muchos la invitaban a que simulara una abjuración y siguiese practicando el cristianismo en lo secreto, pero ella les replicaba que eso era impensable, y en cambio invitaba a la conversión a sus amigos que aún no conocían a Cristo; viendo su valentía y compromiso, muchos se hicieron bautizar en esos días. Cuando el prefecto se dio cuenta que la joven no renunciaría a su Fe, decidió sentenciarla a muerte.

La condena consistía en que Cecilia muriera sofocada en el baño de su casa

La condena consistía en que Cecilia muriera sofocada en el baño de su casa, así que se encendieron muchos leños alrededor de su casa para que se asfixiase con el humo; sin embargo, la joven pasó un día y una noche entera sin recibir daño alguno por más que los soldados avivasen el fuego. Entonces, el prefecto mandó a uno de los verdugos para que la decapitase, lo cual fue realizado parcialmente ya que descargó su espada tres veces en el cuello de Cecilia, pero sin llegar a cortarle la cabeza entera. Harto, el soldado dejó a la joven mártir tirada en el suelo, quien pasó una agonía de tres días en los que fue asistida por el papa Urbano, amigos y familiares. Antes de expirar, legó su casa al Sumo Pontífice y le encomendó el cuidado de sus sirvientes. Se estima que tendría entre 17 a 22 años cuando partió a la Patria Celestial.

Su veneración pronto se hizo popular entre los cristianos de Roma, y el papa Urbano erigió una iglesia en su memoria en la antigua casa de la mártir. Durante el pontificado del papa San Pascual I (817-824) sus reliquias fueron trasladadas junto a las de Tiburcio y Valeriano a la iglesia de Santa Cecilia del Trastevere, donde descansan hasta el día de hoy.

Francisco Draco Lizárraga Hernández