El 14 de febrero me ofrecieron ir de voluntariado a Perú durante un par de semanas en julio. En aquella reunión nos explicaron en qué consistiría nuestra labor allí y el precio de los billetes y la estancia. En aquel momento no tenía apenas dinero, así que asistí a la reunión sin muchas posibilidades de ir. A los pocos minutos entré en la capilla a rezar, y le dije al Señor: “Si Tú quieres que vaya al voluntariado, tendrás que pagármelo Tú, porque sabes que yo no puedo”. Llegué a casa y me fui a dormir.
A la mañana siguiente, el 15 de febrero, mientras estudiaba, apareció un mensaje en mi móvil en el que se me comunicaba que mis billetes estaban pagados, y que la persona que había mostrado esa enorme generosidad solo había dicho que “las gracias al Señor porque Él es el que lo hace todo”, sin dar a conocer su nombre.
Así que, teniendo en cuenta que el Señor quería que fuera hasta allí – había sido bastante claro, desde luego – , le di las gracias, preparé las maletas y en julio, junto con otros siete voluntarios, llegué a Perú. Durante esas dos semanas vivimos en un colegio regentado por apenas tres monjas que se desviven día y noche por los niños. Les cuidan, les alimentan, les quieren y, junto con un gran claustro de profesores, les educan. Son mujeres con auténtica voluntad de servicio, desprendidas de toda clase de egoísmo y con una alegría proveniente del Cielo.
Nuestro trabajo consistía en darles clases de español, matemáticas, biología, afectividad… En definitiva, aportar nuestro pequeño grano de arena para conseguir que sus habilidades se desarrollaran y su corazón entendiera que estaba hecho para algo grande, para amar a los demás, para respetar a todo el mundo y a sí mismos. Los niños tenían una predisposición asombrosa a la hora de aprender, preguntaban y buscaban cualquier momento para contarnos sus historias. Si algo puedo destacar de este voluntariado, es que las personas necesitan que las escuchemos. Lo mejor que podemos hacer por ellas es prestarles nuestra atención, regalarles nuestro tiempo y ofrecer nuestro cariño. Nosotros no vamos desde Europa a salvar el mundo, ni ellos tienen el deber de cambiarnos la vida, no debemos cargarles con esa responsabilidad – como era, inconscientemente, mi caso –. Tanto su responsabilidad como la nuestra es hacer que cualquier persona que se acerque a nosotros, sea europeo, americano, asiático, africano u oceánico, al alejarse, sea mejor y más feliz, como decía la Madre Teresa de Calcuta.
La otra mitad del voluntariado consistía en ir a las comunidades Asháninkas, una etnia amazónica que ha sufrido durante muchos años violencia y masacres. Viven en mitad de la selva del Amazonas, cerca de los ríos Ene y Tambo, en los que comen de lo que cultivan y cazan. El enclave es maravilloso. Ahí el Señor nos enseñó a ser respetuosos con costumbres distintas a las nuestras, a soportar pruebas físicas – la vida en la selva es exigente, hace calor, se enferma con facilidad –, a agradecer las experiencias regaladas y a ofrecer los sufrimientos por los demás. Nuestra labor consistía en conocer su cultura para transmitir el respeto por ella, mostrarles nuestra forma de vida y que tuvieran la libertad de preguntar y acoger aquello que consideraran bueno en su día a día. Animar a los niños para que fueran a la escuela, que aprendieran a leer y a escribir, hicieran amigos, disfrutaran de una educación…
En definitiva, el Señor nos envió allí a amar, a dejarnos amar por ellos, a ayudar desde la humildad, sin grandes pretensiones ni superioridad, sino como Él lo hizo, con cariño, esfuerzo y paciencia. Algunos de nosotros enfermamos unos días, y me resultaba difícil entender por qué estaba allí, tratando de ayudar, cuando el cuerpo obliga a quedarse en cama. En ese momento, parecía que Jesús dijera: “conoce tu debilidad, no eres la salvadora de los demás, sino Mi instrumento, soy Yo quien salva”. Y así, con nuestras limitaciones, nos levantábamos a hacer lo que debíamos al día siguiente, pero más animados, con más fortaleza y más alegres, porque es Dios quien hace todo, y no nos deja solos, siempre camina a nuestro lado. Porque Señor, en mi debilidad Tú me haces fuerte. Solo Tú, porque fuiste Tú quien nos acompañó a la otra punta del mundo a dar y a recibir tu Amor.
Patri Navarrete