—Mami, ¿por qué ayudas siempre a todo el mundo?
—A ver, hijo, es lo que hay que hacer.
—Pero es que tú ayudas hasta a la gente que no conoces.
—Cariño, hay que ayudar a todos, especialmente a los que no conoces y sufren. A todos.
Esta conversación la tuve con mi hijo de 12 años en un viaje en coche que hicimos este verano a Fátima. (Fátima merece líneas aparte, pero primero tengo que digerirlo).
Tras muchos kilómetros sin hacer nada, empezamos «el juego de la verdad» en el que ellos preguntan y yo contesto siempre la verdad. Las preguntas van desde ¿Papá y tú os queréis? A cosas tan banales como ¿Te gusta cocinar? Y procuro responder a todo con mucha sinceridad y de forma concisa y concreta.
Este verano hablando con mis padres (agradezco a Dios esos momentos que disfrutamos con ellos) yo también pregunté ¿Cómo es posible que alguien, conscientemente, quiera hacer daño a otro? Y la existencia del Mal fue la respuesta. A mí me cuesta imaginarme esa forma de actuar y de ser porque creo firmemente que hay que hacer el bien y ayudar a los demás. Pero es que todo empieza en la familia. Los que debemos enseñar a los niños a pensar en los demás somos los padres y también debemos corregir con cariño las tendencias que tengan a ser egoístas. Y para eso somos los padres los que debemos ir por delante. No me valen esas quejas de padres que dicen: «Juanito no ayuda nada en casa. No hace ni caso», ¡pero vamos a ver! ¿Cómo va a hacer algo en casa si tú tampoco haces nada? Pues eso, primero nosotros y luego, a educar o, al menos, a intentarlo.
El peoncismo, el ombliguismo, el que todo gire alrededor de uno y no ver lo que hay fuera a medio palmo del ombligo es lo que vende hoy. Todo es individualismo, pensar en uno mismo, la propia carrera, la propia mejora y, si me apuras, la propia familia. Pero más allá de eso, no hay nadie. Ni el vecino y mucho menos el prójimo desconocido.
Por eso, la revolución real hoy sería la revolución del darse al otro, la revolución de la generosidad: si todos pensáramos en los demás y les hiciéramos la vida más fácil, sin pedir nada a cambio, todo sería mucho mejor.
¿Habéis visto la película «Cadena de Favores»? En esa película un niño pone en marcha un experimento en el que cada uno hace un favor a tres personas y esas tres personas están obligadas cada una a hacer favores a otras tres, y así sucesivamente. Independiente de la peli y su desenlace, si eso se llevara a cabo de verdad sería una auténtica revolución y generaría bienestar y alegría a millones de personas. Si eso además, se hiciera por amor a Dios, tendría valor infinito y redundaría en nosotros millones de veces.
Si estuviera mi hijo aquí me preguntaría: Mamá, ¿eso no es lo que hacen las Hermanas de la Caridad? ¡Claro! Si es que ya está todo inventado. Sólo hay que ponerlo en práctica, como hacen ellas —y muchas otras congregaciones y personas— en nuestro día a día y el mundo cambiará.
¿Empezamos?
Elena Abadía