Estamos ante uno de los temas más difíciles, en sus dos vertientes. Tanto en la interna o propia como hacia los demás.
Pero seamos sinceros, quiénes somos nosotros para no perdonarnos por algo que hemos hecho, si Dios que nos ama infinitamente sí lo hace. Dejemos esa falsa humildad de arrepentimiento y pérdida de paz por haber errado en nuestros propios esfuerzos por no caer y tengamos la humildad de reconocer que sin Él no podemos.
«El amor de Dios saca provecho de todo, del bien y del mal que se encuentra en mí» (Santa Teresa de Lisieux, inspirándose en San Juan de la Cruz). Seamos conscientes de que Dios que es grande y misericordioso nos quiere como somos, no como nos gustaría ser y que si hoy estamos donde estamos es gracias a nuestras vivencias.
En ocasiones resulta difícil perdonarse a uno mismo, pero qué paz cuando a larga ves a Dios como hilo conductor de todo lo que antes te parecía un infierno. Cuando entiendes el porqué te ha mandado una situación o, cuando simplemente sientes la paz de saber que Dios no te va a mandar una Cruz más grande de la que puedas cargar. Que siempre ha estado ahí y va a estar contigo, que no va a intervenir para que no caigas, pero que va a esta con la mano tendida esperando a que vuelvas.
Te espera en la confesión con los brazos abiertos para crujirte el alma y darte la gracia a de volver a su lado y te va a perdonar hasta setenta veces siete.
Cuánto menos debería de costarnos perdonar a los demás. En los últimos días oía con gran pesar que la gente no cambia, o que hay cosas que le persiguen a uno en su vida.
Qué tristeza, quiénes somos nosotros para juzgar a nadie, ya que como dice Mateo en el Evangelio: «en la medida que juzgues serás juzgado» (Mt. 7, 1-5).
La crítica y el juicio siempre son injustos, ya que nadie sabemos qué le lleva a alguien a comportarse de una manera determinada. No conocemos las heridas internas que tiene esa persona.
Pidamos la sensibilidad de escuchar los gritos desesperados de sed de Dios que tiene el prójimo, tratemos de escucharles desde la comprensión de quién no juzga sino abraza las heridas y está dispuesto a curarlas.
De quien se pone en su piel y como a nosotros nuestros errores nos han ayudado a llegar donde estamos, de igual manera con el resto.
Que no nos haga falta vivir una situación en primera persona para perdonar al resto, que no necesitemos como Tomás meter las manos en las llagas del costado de Cristo, sino que pidamos la humildad de reconocer que Dios que nos ama y sabe más, sabe porqué esa persona ha ido por unos derroteros concretos en la vida.
Abracemos la herida propia y la del prójimo, con la paz y la confianza de que el Señor ha estado siempre en nuestra vida y no nos abandona jamás.
Jaime Martínez Velasco