Cuando llega el verano tendemos a hacer planes y pensar en todos aquellos lugares que nos gustaría visitar, personas con las que queremos compartir ese tiempo, pero con ello, muchas veces, nos olvidamos de Dios, lo dejamos descansado. Las vacaciones son tiempo de desconexión, de descanso, pero precisamente por esa razón es cuando más debemos de acercarnos a Dios, pues Él es el mayor descanso para el alma, para un alma cansada y agobiada por el ajetreo y ruido del día a día. Es un tiempo de parar, reflexionar el rumbo que está cogiendo nuestra vida y preguntarnos: «¿Es Dios la prioridad de mi vida o solo lo busco por egoísmo?» «¿He vivido en mi comodidad o he salido a la entrega y servicio del otro?» «¿He llevado el amor de Dios al mundo o me he llenado del mundo?»
Mi verano comenzó con pequeñas cruces que hicieron tambalear mi fe y me llevaron a plantearme las preguntas anteriores. Y lo cierto es que no me sentí orgullosa de las respuestas que tuve que dar a algunas de ellas, pero Dios en su infinito amor y misericordia, puso en mi camino un voluntariado, o mejor dicho, a unas personas que cambiaron mis planes y el rumbo de mi vida: la casa de acogida Madre Paula. Un hogar, una familia para aquellos niños que por una u otra razón no lo han tenido.
Los días previos al campamento tenía miedo, pues no me sentía suficiente y pensaba: ¿cómo voy a poder llevar el amor de Dios a los niños estando como estoy, siendo el desastre que soy ahora mismo? Y de nuevo, ahí está el jefe dándonos lecciones de humildad. Durante el campamento Dios me hizo ver que no se trata de nosotros, se trata de Él. El Señor no elige a personas capaces, Él es quien nos hace capaces. Nosotros no somos ni podemos hacer nada por nuestras propias fuerzas. Ser reflejos del amor de Dios en el prójimo es una gracia que recibimos de arriba y debemos de tener el corazón humilde y dispuesto a abrazarla, sabiendo que, aún en nuestra miseria, en nuestro dolor, con nuestras imperfecciones, Dios transfigura, nos moldea, nos hace sus instrumentos. Solo hay que dejar que Él se haga en nosotros.
Estando con los niños de Casa Madre Paula comprendí verdaderamente lo que significa amar y cuánta necesidad hay de aprender a hacerlo y de aprender a recibir amor. Su compañía me mostró el significado de la entrega sin medida del amor, ese que nos enseñó Jesús, ese AMOR con mayúsculas que es Dios. Un amor sin exigencias, al servicio, sin esperar ningún tipo de gratificación. Salir de nosotros mismos para darnos a alguien más, simplemente dando gratis todo aquello que hemos recibido a aquellos que más lo necesitan.
Esta experiencia me reafirmó el inmenso valor de la familia como camino a la santidad y la importancia del amor que en ella se da y se recibe. También me recordó que la mano de Dios puede verse en todo lo que hacemos, en las cosas ordinarias, en lo más pequeño, incluso en los problemas y en las cruces que a todos nos toca llevar en algunos momentos de nuestra vida. A veces pensamos que lo extraordinario está en las cosas grandes, en lo que nos hace sentir bien, en esa «euforia» o esa emoción. Pensamos en que nuestra misión es hacer «algo grande» y, aunque es cierto, debemos preguntarnos en qué términos medimos la grandeza. Creo que no hay nada más grande que hacer extraordinario lo ordinario amando cada día y entregándonos en cuerpo y alma a aquello que nos pide Dios en cada momento de nuestra vida.
Cristina García Núñez