Supongo que agosto no es un buen momento para hablar del sufrimiento y del dolor; pero es que nunca lo es.
Sufrir no está de moda. No está bien visto. A nadie le gusta sufrir y nadie quiere que le vean sufriendo. Aún así, todos sufrimos en mayor o menor medida. Sufrimos por nosotros, por nuestro marido y por nuestros hijos. Por las guerras y por las injusticias. Sufrimos por vanidad y egoísmo.
Sufrimos por no dejarnos llevar por las circunstancias o por lo contrario. Y sufrimos mucho por decisiones mal tomadas, por nuestros errores y por el daño que éstos puedan ocasionar a los demás.
Pero, sobrevolando nuestras vanidades, hay un sufrimiento al que yo he dedicado la vida entera que es el derivado de la enfermedad; la propia o la ajena. Y ese es el que me merece mayor respeto.
¿Por qué?
Porque sufrir con una sonrisa de forma continuada un dolor o una enfermedad, sabiendo que ésta poca cura tiene o que la situación tiende a cronificarse y que el dolor y la enfermedad serán tu vida, eso, con una sonrisa, es otra liga.
Todos hemos tenido a nuestro alrededor al «quejica». Esa figura insatisfecha, rollazo, pesada, para el que todo está mal, que todo le ha pasado a él más que a ti o que a cualquier otra persona del mundo. Ése que te llama a las tres de la mañana porque le duele un uñero, ese al que le dicen que no y es un drama, ese que no sabe lo que es la frustración ni los demás ni el amor al prójimo. Ése, sí, ese que tenemos en mente y que podemos ser nosotros en algún momento de nuestra existencia.
Pero cuando tienes a tu lado a amigas como Silvia, que viven para los demás, que se toman porrones de medicación sin enterarnos «porque hoy tengo un poquitín de dolor», que llames a la hora que llames con tu uñero dolorido te cogen el teléfono y se intuye la sonrisa, que siempre están y todos sabemos que no pasa nada si no están siempre. Cuando tienes gente así a tú lado enseñándote a vivir y te dejas enseñar, la vida siempre es algo más fácil.
Y un día, te enteras de que esa persona se muere y tú ves que sigue sonriendo y sigue gastando su vida ayudando a los demás. Intuyes que sonríe porque ha descubierto el sentido del sufrimiento y de la vida, sonríe porque sabe que pronto estará con Aquél que le ama y al que ella lleva tiempo amando.
Sonríe no porque sea boba y no se haya enterado de nada, sino porque de verdad se ha enterado de todo. Y te lo cuenta y agradeces la sinceridad y entiendes las sonrisas y la cantidad de gente que le quiere. Y esperas que, algún día, tú sepas ser ejemplo de amor a Dios como ella, que ya se ha ido con Él dejando a todos un poquito tristes y más cerca de Dios.
*Silvia Ramón fue compañera mía de carrera y amiga. Murió en 2021, hace poco más de un año, con 51 años, dejando detrás de sí muchos amigos y muchas sonrisas.
Elena Abadía