Tras un año de su aprobación y con cerca de doscientas eutanasias ejecutadas en España, la mayor parte de médicos y de sus asociaciones siguen manteniendo con rigor científico que nunca la eutanasia será un acto médico. Como todos los médicos afirman, este se define como el acto del profesional de la medicina que persigue prevenir, diagnosticar, pronosticar y tratar enfermedades. El médico busca con su actividad, para la que se ha formado durante diez años, preservar, promocionar la salud y respetar la vida como hecho biológico.
En el acto eutanásico no concurren ninguna de estas acciones médicas porque a través de él no se trata enfermedad alguna, ni se cura nada ni se cumplen los fines de la medicina ni la misión del médico. Ante el final de la vida, el médico debe prevenir la muerte prematura, evitarla, pero en ningún caso provocarla ni alargar la vida inútilmente.
Para practicar una eutanasia no se requiere de ciencia médica ni de especialidad MIR porque apenas su ejecución exige conocimientos científicos. En cambio, para aplicar cuidados paliativos integrales es imprescindible una amplia formación médica especializada. La eutanasia no constituye un área de conocimiento de nuestros médicos ni de nuestros estudiantes de Medicina.
La eutanasia no es un acto médico ni una decisión que proceda de la medicina porque esta es una ciencia basada en evidencias en la que nunca la muerte buscada y ejecutada puede entrar en la consideración de solución o resultado científico de un tratamiento, intervención o ensayo. No cabe intervención médica posible que proporcione la muerte al paciente como objetivo indicado.
Nunca la eutanasia podrá considerarse el resultado de un balance objetivo de riesgos/beneficios usado en las decisiones médicas para aplicar o no un tratamiento; tampoco procede de una ponderación equilibrada de bienes. Es un acto ideológico, un modo de entender y atender la enfermedad que queda fuera de la praxis médica al buscar la muerte como efecto.
El contradictorio ‘éxito médico’ de la eutanasia no es otro que la muerte de un paciente y no su cuidado cuando ya no se puede sanar. Pervierte el acto médico al convertirlo en una acción contra el bien del paciente, y miente, médicamente, cuando considera como natural la muerte provocada por medio de una inyección letal. La muerte no se medica; se medica la vida al enfermar.
Los promotores de la eutanasia tampoco actúan médicamente porque van contra el desarrollo de la ciencia al frenar el avance en la investigación de las causas y los mecanismos del envejecimiento cerebral, la demencia, la diseminación metastásica del cáncer avanzado o la farmacología del dolor, así como el abordaje holístico del dolor, incluido el sufrimiento existencial. La eutanasia y su baratura económica constituye un serio obstáculo científico a la implantación de los cuidados paliativos.
La eutanasia no es un acto médico, como tampoco lo es la ejecución de la pena de muerte en los EE.UU. a través de la inyección tóxica de pentobarbital, motivo por el que desde hace años, y gracias a una demanda de la Asociación Médica Americana (AMA), se logró eximir a los médicos americanos de acabar con la vida de los condenados apelando al cumplimiento de la máxima de que nunca podrá entrar en la misión y en los fines de la medicina provocar la muerte de sus pacientes al violarse su juramento ético.
Desde la bioética moderna tampoco es un acto médico porque contraviene uno de sus principios, que atraviesa la historia de la medicina: el principio de no maleficencia.
La eutanasia no puede entrar en las funciones del médico ni en la cartera sanitaria como servicio a pesar de que injustamente lo ordene una ley. Y el médico que se preste a ejecutarla o sea cómplice de ella deja gravemente comprometida su honorabilidad profesional por someterse a lo contrario a lo que los mismos médicos y sus códigos deontológicos y éticos se han dado a sí mismos desde hace mucho tiempo.
Legislar la eutanasia es presionarlos a que incumplan con el mandato básico que la propia sociedad les ha encargado y que no es otro que el de proteger la vida de sus pacientes. Por tanto, resulta una onerosa contradicción defender y proteger la vida y, al mismo tiempo, destruirla.
Representaría la misma gravedad y el mismo incumplimiento social que si, bajo circunstancias excepcionales, exigiéramos a los bomberos que provocaran incendios, a los abogados que falsearan pruebas y a los policías que protegieran a los delincuentes. En este caso, tanto el médico, el abogado y el bombero adoptarían el papel de profesionales amorales, ocasionando un fenómeno corrosivo de su ‘ethos’ y una desnaturalización de la identidad de su profesión.
No puede ser un acto médico el acto por el cual tanto el conocimiento de los profesionales de la salud como la ‘lex artis’ por la que se rigen queden supeditados a la voluntad libre del paciente, obligando al médico a satisfacer su petición. El acostumbramiento social y el activismo proeutanásico terminarán por convencer a los profesionales y los familiares de que matar por lástima o a petición del enfermo es una alternativa terapéutica tan eficaz que no puede rechazarse.
El paciente iría al médico con la rara convicción de que el mismo médico puede a la vez curarme y aliviarme, y disponer de mi vida si yo se lo pidiera, provocando mi muerte. El criterio médico-científico dejaría de basarse en evidencias objetivas al ser sustituido por la subjetiva y absoluta autonomía del paciente o de sus familiares.
En definitiva, dado que la eutanasia no puede ser un acto médico, tampoco puede constituir un acto de amor –de benevolencia y beneficencia–, por mucho que así pueda sentirse y justificarse por algunos profesionales sanitarios.
Publicado en Euvitas