¿Para qué sirve el silencio? Para caer en la cuenta de dos verdades: tomar conciencia de que Dios está presente en mi vida y también en la vida de los demás.
¿Cómo es el Dios verdadero? Es un Dios oculto, silencioso, que habita en cada uno de nosotros, no como visitante sino como huésped. Cada uno de nosotros es casa de Dios. Por eso, muchas veces, le decimos: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Estamos acostumbrados a pensar que la palabra es solo expresión de una idea. Pero a la luz de la Biblia, decir Palabra es decir Persona. Y en nuestro caso, esa Persona es Cristo.
Guardar silencio es darle la palabra a Dios porque Él tiene algo que decirnos, pero no a los sentidos sino de corazón a corazón. Cuando yo hablo, estoy pendiente de mi misma, pero cuando callo estoy pendiente y dependiente de Dios.
Callar es dejar que Dios sea el protagonista. Es dejar que los sentidos hagan un alto en el camino de mi vida para descubrir que Dios está donde todo lo que no es Él termina.
Los humanos estamos acostumbrados a creer que solo vivimos cuando hacemos. Nos cuesta creer que solo vivimos plenamente cuando dejamos que Dios se manifieste a través de nuestro ser y hacer.
En la Biblia leemos que el profeta Elías no encontró a Dios en el huracán, ni en el viento impetuoso, ni tampoco en el fuego. Más bien, lo descubrió en la brisa suave, en la brisa del silencio de su corazón enamorado de Dios y de su Reino.
A veces, también nosotros parecemos terremotos por nuestras prisas y agitaciones. Otras veces nos mostramos violentos como vendavales. En ese estado de ánimo, no estamos para encontrarnos con nadie porque nuestro encuentro nos dañaría a nosotros y a los demás.
Nuestro hablar es limitado, mientras que el silencio es todo revelación. Nos hemos acostumbrado a ver el silencio como una cárcel. Pero el silencio es liberación. Callar es respirar a todo pulmón.
Nos dice la Biblia que Dios creó al hombre y a la mujer de arcilla y luego sopló sobre ella y le infundió el alma o vida temporal y eterna. Por lo tanto, estamos hechos para llenar nuestra arcilla de Dios o, mejor dicho, para que Dios sea nuestra plenitud en el tiempo y en la eternidad.
Para ser felices no hay que viajar a ningún sitio. La vida no es lo que hacemos, logramos o tenemos. La vida es lo que somos. Nuestro Dios no es un Dios que da, sino un Dios que se nos da. Y, ¿cómo se nos da? Amándonos porque Él es el Amor gratuito y eterno.
Monjas Clarisas Capuchinas de Murcia.