Fue una mañana de julio, no hace muchos días cuando emprendí rumbo a Kenia. Lejos, sí, pero un viaje lleno de ilusión, organizado con infinito entusiasmo durante meses. A lo largo de este tiempo, no me abandonaba la incertidumbre aprendida tras los dos años de pandemia, pues dudaba si finalmente podría realizar la experiencia o se quedaría en meros preparativos ilusionantes, pero frustrados debido a un incremento de casos de Covid o, tal vez, a una nueva normativa que impidiera viajar a determinados países.
Por fin, tres años más tarde cogía ese avión que había estado esperando con tantísimas ganas. Tras muchas horas y alguna escala, aterrizamos en Nairobi. En ese aterrizaje, pudimos ver los primeros contrastes típicos de estos países: por un lado, una reducida minoría con un nivel de bienestar equivalente o incluso mejor que el de cualquier país occidental y por otro lado, el panorama desolador de la inmensa mayoría de la población que no puede acceder con facilidad a los bienes más necesarios.
Desde Nairobi, cogimos una avioneta rumbo a Lodwar. El paisaje era cada vez más árido y el verde que habíamos podido contemplar tras aterrizar en Nairobi, prácticamente se había extinguido y quedaba reducido a algunas acacias.
Más tarde, continuamos nuestro viaje por una zona prácticamente desértica, donde apenas podíamos ver cabras, camellos y algunas manyattas, que son casas tradicionales, edificadas sobre tierra con un esqueleto de la madera de las acacias circundantes, y con paredes y techumbre recubiertas de barro.
Finalmente, llegamos a nuestro destino, donde pasaríamos las siguientes semanas y un cielo lleno de estrellas iluminaba ese lugar de Turkana donde nos encontrábamos y que lo hacía mágico y especial. Ese silencio, acompañado de una enorme tranquilidad, me recordaba a los anocheceres de Zimbabwe y Etiopía, que tantísimo había disfrutado en años anteriores y me invitaba a reflexionar sobre el porqué de mi estancia allí.
Por un lado, veía la maleta llena de material escolar, que había recolectado con donaciones de amigos y familiares y me emocionaba pensar que, aunque era yo quien estaba allí, realmente todos ellos también se hacían presente, involucrándose con cariño en este proyecto. Por otro lado, me daba cuenta que el ser de ideas fijas era lo que me permitía estar allí. Había luchado mucho por ser profesora y afortunadamente si es tu vocación, no importa ni la asignatura ni el lugar. Iba a dar clases de Inglés y Matemáticas en una zona rural de Kenia, algo completamente distinto de mi rutina diaria, pero estaba feliz.
Al día siguiente, comenzamos las clases con 24 profesores, que no podían ser ni más atentos ni más receptivos. Ellos estaban haciendo un esfuerzo tremendo durante estas dos semanas, eran sus vacaciones y estaban lejos de sus familias y en situaciones llenas de incomodidad, pues entre otras cosas, dormían sobre esterillas en el suelo. Sin embargo, ellos se sentían privilegiados porque esta formación les permitiría mejorar su cualificación y en un futuro quizás no muy lejano, sus condiciones económicas. Al ver su realidad, no he podido dejar de plantearme si en su situación, yo hubiera tenido su misma actitud de tesón e interés. Tenían unas circunstancias complicadas, pero eran capaces de sonreír ante la adversidad y de relativizar unos problemas más que evidentes para cualquier persona de mi entorno en el que con un privilegio inmerecido, nos ha tocado nacer y vivir.
A lo largo de estas semanas, he podido ver un sufrimiento enorme, niños que pasan hambre y que nos pedían dinero para comer, pequeños que se llevaban a la boca unos chupa-chups con el plástico, porque probablemente no lo habían visto con anterioridad o que te pedían una botella de agua para repartirla entre todos sus amigos. Me dolía enormemente que no pudieran tener una infancia normal y que muchos de ellos tuvieran malnutrición.
En pleno siglo XXI, cuando alrededor del mundo se desperdician enormes cantidades de comida cada día, ellos solamente pueden tomar una fruta y un huevo al mes. Aunque estando allí, aceptaba la realidad, cuando me paro a pensarlo, me parece escalofriante. Estos pequeños se aprendieron nuestros nombres rápidamente y constantemente nos pedían jugar al fútbol o al volley. Creo que uno de los mayores regalos de la experiencia son ellos, con sus sonrisas y ese brillo tan especial que acompañaba sus miradas.
La Fundación Pablo Hortsmann, que me había brindado la oportunidad de ir, trabaja allí mano a mano con las Misioneras Sociales de la Iglesia, que eran las responsables de las 12 escuelitas donde trabajan los profesores que estaban realizando el curso. Mi experiencia en África me ha demostrado que es muy común ver a cinco personas realizando una única tarea, aunque realmente sea solamente una la que está trabajando. Es muy curioso, una trabaja, las demás miran y al final todo sale bien. Es África y tiene su ritmo propio reflejado en un lema: “No hurry, no worry” (No hay prisas, no hay preocupación). Al principio te choca y te puede desesperar un poco, pero yo opté por aceptarlo y me acabó maravillando, porque vivimos en nuestro mundo de prisas y ajetreo que realmente no nos aporta nada y ellos, con sus tiempos, viven relajados y felices.
Las sisters son la excepción. Tenían perfectamente delimitadas cada una de sus funciones, y parecían auténticas hormiguitas todo el día de un lado hacia otro; organizaban las clases, preparaban la comida, se encargaban de distribuir alimentos a las personas más desfavorecidas, velaban por el bienestar de los profes y los domingos por la tarde, se encargaban de visitar a aquellas familias que estaban en una situación de gran vulnerabilidad y allí, sentadas sobre un bidón de agua, charlaban con la persona enferma, se preocupaban por ella y con una mirada de enorme cariño, se hacían partícipes de su dolor. Era la forma de vida que habían elegido, pero nunca las he visto sin una sonrisa. Son un ejemplo absoluto.
Aunque ver tanto dolor ajeno ha hecho que haya habido momentos en los que no he podido evitar que las lágrimas cayeran por mis mejillas, la experiencia ha sido impresionante y el balance más que positivo y es que cuando pones la mirada en aquello que llena tu corazón, eres tremendamente feliz.
Rocío Arévalo