Se acerca el mes de agosto, el mes de vacaciones por excelencia en el hemisferio norte. Y después de él vendrá el mes de septiembre, el de más concentración de separaciones y divorcios. Parece paradójico: según las estadísticas, cuando más tiempo tenemos para enriquecer nuestra relación más la empobrecemos.
Hace un par de meses, en el Workshop sobre Acompañamiento Familiar que organizó la UIC, entre otros grandes ponentes, tuve ocasión de escuchar a Mariolina Ceriotti acerca de las grandes crisis matrimoniales.
Y decía: cuando se ha dado una gran traición, una infidelidad, por ejemplo, el matrimonio ha muerto, se ha acabado. Hay que aceptarlo. La fractura es de tal calado que no admite componendas. Algo se ha perdido para siempre. No se puede ajustar. Hay que acoger la realidad.
¿Cómo salvar ese matrimonio? No es posible, decía ella. La única solución es volver a casarse. Hacer tabula rasa, mirarnos con ojos nuevos, retornar al momento de la decisión y volver a tomarla. Cada uno tiene que decidir si quiere volver a casarse con esa persona a la que tanto ha amado (y ama aún, acaso sin percibirlo emocionalmente) y, si decide afirmativamente, comenzar un trabajo fatigoso para volver a construir la relación sobre bases nuevas.
Y daba algunas orientaciones. Aquí, por razones de espacio, me limitaré a apuntar solo dos:
La primera es que, ante una traición matrimonial, el valor subjetivo, la persona, ha caído, pero queda el valor objetivo de nuestra relación, que es un contenedor mucho más amplio: incluye los hijos, el hogar, la biografía familiar, nuestro estilo común. Sobre esta realidad se puede trabajar para volver a amarse.
La segunda es la necesidad de entender qué ha sucedido. No se discute que una infidelidad es grave, pero hay que hacer un esfuerzo por entender qué ha pasado. Cuando se siente esa curiosidad, se puede conocer más al otro. La infidelidad es un intento equivocado de buscar algo que se cree justo. Se puede, entonces, aceptar el límite, el propio y el del otro. Cada uno ha de contar su historia. Volver a conocernos. Re-conocernos. Activar la mente, recobrar el interés por el otro, por el nuevo otro que quiere querernos.
En contraste con lo anterior, ayer fui a las bodas de plata de Marian y Carlos, grandes amigos nuestros. Carlos hizo un breve parlamento que nos descolocó a todos. Dijo que había echado la vista atrás y se había preguntado a sí mismo si se hubiera casado hace 25 años de haber sabido lo que le esperaba en este cuarto de siglo. «Y la repuesta, añadió, es evidente: no, si hubiera podido saber lo que me esperaba, no me habría casado hace 25 años… ¡me habría casado mucho antes!» Roto el suspense, nuestros rostros volvieron a relajarse y un gran aplauso ratificó su poderosa e inteligente declaración de amor.
Las bodas de plata de Marian y Carlos fueron un momento especial para todos los que asistimos. El cuidado de los detalles, la alegría profunda, el buen humor, las manifestaciones de cariño de sus hijos y amigos…, todo expresaba la verdad que se estaba viviendo: un amor fuerte y bien fundado que no se deja vencer por nada.
Como cuando fui a la celebración ya tenía el post medio escrito, decidí hacer un quiebro y dejar de hablar de las grandes crisis matrimoniales. Se me ocurrió pensar: ¿por qué esperar a una crisis matrimonial para volver a casarse? ¿No es el verano un buen momento para mirar con ojos nuevos, para centrarnos en lo que nos une, para entender aun sin comprender, para romper el pensamiento circular, que se encalla a veces en lo negativo y fija el pesimismo en el cerebro, y volver a descubrir todo lo bueno que tenemos?
En la fiesta de ayer estuvo presente todo lo que aconsejan los expertos, el tú, el yo, el nosotros…, y alguien más, porque Marian y Carlos renovaron sus promesas matrimoniales y nos ayudaron a todos a navegar con las velas bien izadas bajo la guía del mejor de los timoneles: la Virgen del Carmen.
¡Muchas gracias, Marian y Carlos por esta bocanada de aire fresco!