Desde pequeño he tenido en la cabeza el afán por superarme. Todo los obstáculos que se me iban presentando a lo largo de la vida debía superarlos y debía hacerlo solo. Tenía la visión de que la Cruz es algo a lo que hay que enfrentarse.
En agosto de 2018 me detectaron un glaucoma congénito en el ojo derecho, lo que supone que mi campo de visión quede reducido en dicho ojo. En ese momento, Dios comenzó a derrumbar el castillo de naipes que había construido. Yo había idealizado un futuro para mí donde Dios no era el centro, sino un mero acompañante; yo soñaba con ser militar por mí, no por Él.
Tras esto, me «repuse» y empecé segundo de bachiller con la idea clara de estudiar ingeniería aeroespacial en Sevilla. Los meses iban transcurriendo con excelentes notas y con (falsa) seguridad en mí. Todo parecía que iba bien, pero todo comenzó a desviarse en junio.
La selectividad no fue todo lo bien que debería ir y no alcancé la nota necesaria para ingresar en la carrera. De nuevo, mi castillo de naipes se desplomaba, pero como soy algo terco, volví a edificar otro con la esperanza de que este sí que se mantuviese en pie. Siempre dejé a Dios como un consejero al que acudir, nunca le pregunté a mi Padre qué esperaba de mí.
Mi nota de selectividad fue más que suficiente para que fuese admitido en ingeniería industrial en Sevilla, mi segunda opción. A medida que transcurría el verano me fui adentrando en una espiral de desesperanza y miedo de la que no supe salir. Me encerré en mí mismo y eso se tradujo en una tristeza e ira hacia Dios, mi familia y hacia mí. Por primera vez en mi vida no fui capaz de superar un obstáculo y me invadió un sentimiento de fracaso absoluto que me alejó mucho de Dios. Y al empezar el curso me desmoroné.
Al final, cursé primero de ingeniería en Jaén (mi ciudad natal) donde con enfados y lloreras día sí y día también acudía a clase. Nada me ilusionaba ni nada me animaba. Sólo había algo que me consolaba y por donde Dios tocó mi corazón: el largo trayecto hacia la universidad. La universidad se halla junto a un barrio de gente humilde y las comparaciones que hacía en mi cabeza eran inevitables cada vez que iba de camino a clase. Sumido en una constante autocompasión, siempre me veía como el más desgraciado de todos; pero al pasar por aquel barrio me era muy difícil saberme así. Me chocó enormemente cómo la gente siendo pobre materialmente era feliz y me preguntaba por qué era tan infeliz si lo tenía todo.
Mi reconciliación con Dios vino de la mano de diversas monjas de clausura. Con el confinamiento, desde Jóvenes Católicos, iniciamos una campaña de recogida de dinero para ellas ya que muchos conventos viven de la venta de dulces. Yo tenía el encargo de buscar dichos conventos y hablar con ellas para ver cómo estaban. Todas decían que no necesitaban nada, por lo que me veía obligado a entablar una conversación más elaborada para convencerlas de que se dejasen ayudar. Con su siempre humildad y alegría, Dios quitó la venda que me cegaba y vi lo que familia y amigos sufrían por mí.
Poco a poco, Dios sanó todas las heridas de mi corazón a través de la oración y de la gente que me rodea y comprendí (gracias a Él porque no lo merezco) que la vida es Cruz y que todos necesitamos de gente que nos ayude a cargar la nuestra, al igual que Jesús se dejó ayudar por Simón de Cirene.
Manuel de Toro