William Morris fue un arquitecto inglés, decorador y diseñador de muebles, telas y papel pintado. Él decía: «Decidí nada menos que transformar el mundo con la Belleza. Si he tenido éxito de alguna manera, aunque solo sea en un pequeño rincón del mundo, entre los hombres y mujeres que amo, entonces me consideraré bendecido, bendecido y bendecido.»
William Morris se dedicó por completo a un «lienzo» cuidadosamente elegido, un lienzo que al principio sorprende por su obvia simplicidad: el lienzo de la casa familiar. Ese lugar donde nacemos, donde comemos y bebemos y leemos junto a la estufa.
Donde nos sentimos cómodos con nuestras zapatillas viejas, donde encontramos refugio frente a la dureza del mundo. Casa. Morris creía que toda nuestra inspiración y creatividad provenía de las cosas físicas que nos rodean en nuestros hogares, que deberían ser útiles y hermosas.
Estaba convencido. Sabía que el hogar es el lugar del primer recuerdo. La memoria del niño. El recuerdo decisivo. Nunca olvidó cómo pensar, sentir y recordar como un niño. Esta idea es su legado: «Amad vuestros hogares profundamente por la belleza que en ellos se descubre».
El amor por la belleza comienza en la memoria del niño. Los niños absorben los olores, los sonidos, la apariencia de las cosas, la sensación bajo sus manos. Por eso siempre están tocando todo lo que ven. Todavía no tienen el poder de razonar, sin embargo, estas impresiones de los sentidos despiertan en ellos un anhelo melancólico por un misterio eterno que no entienden del todo pero que saben instintivamente que deben guardar como un tesoro.
Es en esa mirada que ves de repente cuando estudian detenidamente las imágenes de un libro de cuentos y escuchas ese pequeño suspiro rápido de asombro. O cuando piden que los adornos navideños se desenvuelvan lentamente mientras escuchas los gritos de alegría al ver sus favoritos, como el que vuelve a ver a un amigo perdido desde hace mucho tiempo. No tienen necesidad de explicar, solo sentir y maravillarse ante el sentimiento. El peso de los libros en las manos, la forma en que brilla una vela, todas estas cosas hablan de amor, cantan ‘tú perteneces aquí’, gritan ‘eres visto y oído y digno de belleza’. Para eso están los hogares, para enseñar a los niños que son dignos, dignos del misterio, todos y cada uno.
Estamos aquí para que esta belleza llegue a nuestros hijos en el ambiente familiar y abarcador del hogar por el que deambulan a diario. Platos, cuadros en las paredes, muebles, mantas, cena alrededor de una mesa, recetas transmitidas de puño y letra de la abuela, canciones cantadas, poemas aprendidos, libros leídos. Todos deben llevar el sello sensible de la belleza. Así, cuando ese veinteañero esté sentado solo en su apartamento nuevo y vacío tratando en vano entender su ahora nebulosa vocación en la vida, de repente sentirá la inspiración de hacer espaguetis con el sabor de la salsa de su infancia. Sentirá un consuelo en ese sabor mucho más allá de sí mismo. La memoria del niño que fue, lo envolverá en un misterio que le diga ‘todo irá bien’ y él lo creerá.
Una nueva madre consolará a su bebé que llora recordando la canción que su propia madre cantó para ella, esa canción que siente alegría escuchándola en su mente, meciéndola suavemente con confianza mientras canta a su propio bebé para que duerma como un bendito en su misterio.
Un adulto de emocionará recordando los chistes contados hace mucho tiempo por la voz fuerte de un padre que se deleitaba haciendo terribles juegos de palabras que ahora son repentina e inexplicablemente apreciados. La memoria infantil es una roca firme contra la tristeza, la lucha y el miedo.
Necesitamos llenar nuestras casas con belleza física. No es un lujo, es una necesidad, es alimento para el viaje adulto mientras nos dirigimos a la Casa del Padre, Quien es todo belleza.
Este recuerdo infantil del hogar, de los olores, de los sonidos y de las caricias suaves, necesita ser creado por nosotros a través de las cosas físicas con las que rodeamos a nuestros hijos.
Las mantas que remetemos para sujetarlos y que no se destapen en sus camas, los cuadros en las paredes, la maravilla de los libros de cuentos leídos una y otra vez, el olor a palomitas de maíz los viernes por la noche, su ropa favorita, el olor de las galletas recién hechas, el viejo jarrón para las flores. Estas meras ‘cosas’ contienen el misterio de la memoria del niño. Nos dicen que somos amados, conocidos y vistos como maravillas únicas en este vasto universo, a veces solitario. Que somos dignos del misterio que se desarrolla dentro de nosotros.
Es una herencia de belleza y amor, que les conducirá con confianza y seguridad a un misterio más grande que ellos mismos : a la belleza y el amor de Dios. #teologiadelhogar
La Samaritana (@Damihibibere)